domingo, 19 de septiembre de 2010

Sobre unos textos del Padre Lacunza


EL PADRE LACUNZA

COMENTADO POR

EL PADRE CASTELLANI


La finalidad del presente trabajo es presentar los comentarios del Padre Leonardo Castellani a temas o puntos importantes de la obra del Padre Manuel Lacunza La Venida del Mesías y Gloria y Majestad.

Para ello utilizo dos libros del Padre Castellani:
  • El Apocalipsis de San Juan. Cuarta Edición. Ediciones Dictio. Buenos Aires, mayo de 1977. (Se cita de ahora en más como Apocalipsis).
  • Cristo, ¿Vuelve o no vuelve? Segunda Edición. Ediciones Dictio. Buenos Aires, noviembre de 1976. (Se cita de ahora en más como Cristo).
Proporciono en cada caso primero el texto del Padre Lacunza, resaltado en ocre, y a continuación los comentarios del Padre Catellani.

Antes de comenzar, leamos del Padre Castellani una breve referencia a la persona y a la obra del Padre Lacunza:

Lacunza fue un jesuita americano, versadísimo en la Escritura, de vida santa y asidua oración, a quien le tocó la hórrida suerte de la expulsión de América primero, y después la extinción total de su orden por Carlos III y el Papa Clemente XIV.
La impresión de esta catástrofe fue sin duda la que suscitó en su alma de cristiano nuevo la admirable intuición, inanulable por errores parciales, que forma el fondo de su obra La Venida del Mesías en gloria y majestad, clásica en exégesis, honra de la ciencia americana, que nuestro Manuel Belgrano y su hermano el embajador hicieron publicar en Londres, por puro patriotismo “americano”, como decían entonces. (Cristo, Sección Primera: La Parusía. 12 El Anticristo de Lacunza, página 44).

Lacunza era cristiano viejo, de sangre navarra, nacido en Capilla Sagrario de Chile en 1731, formado en la Universidad de Córdoba del Tucumán, desterrado por Carlos III junto con todos sus compañeros jesuitas americanos y después suprimido como jesuita por Clemente XIV Papa; y muerto misteriosamente en un estanque o lago de Norditalia en 1810.
Su libro debería haber sido ya liberado del Index, pues los motivos por los cuales se prohibió no tienen actualmente la menor vigencia.
Estaba concluido según parece en 1793, y el autor se queja de que copias prematuras incorrectas se escaparon de sus manos, y llegaron al “país del Plata”, donde suscitaron expectación y muchos adherentes; pero la edición princeps de la vasta obra fue hecha en Londres en 1816 —“en la imprenta de Wood, callejón de Poppin, calle de Fleet”— por obra de su tocayo Belgrano, el creador de la bandera argentina. (Apocalipsis, Visión Veinteava: La Nueva Jerusalén, páginas 253-254).


Los temas o puntos del Padre Lacunza comentados por el Padre Castellani que presento hoy son los siguientes: las Cuatro Bestias; el Anticristo, ¿cuerpo o individuo?; el Falso Profeta; Babilonia; el Obstáculo; la Nueva Jerusalén; y al final, un resumen de todo.


1) LAS CUATRO BESTIAS


Texto del Padre Lacunza:

“Yo no puedo convenir en que el misterio de las cuatro bestias sea el mismo que el de los cuatro metales de la estatua, si a lo menos no se considera este último por otro aspecto muy diverso, o no se le añade alguna circunstancia sustancial y gravísima, que lo haga mudar de especie absolutamente.
No por eso decimos, que las cuatro bestias no simbolicen cuatro reinos, y los mismos reinos de la estatua, si así se quiere, pues expresamente se le dijo al Profeta en medio de la visión. Estas cuatro bestias grandes son cuatro reinos, que se levantarán de la tierra.
Lo que únicamente decimos es que simbolizan los cuatro reinos mirados por otro aspecto diversísimo del que se miran en la estatua.
En ésta se miran los reinos solamente por su aspecto material, es decir, por lo que toca a lo físico y material de ellos mismos, sin respecto o relación con lo espiritual.
En las bestias al contrario, se miran los reinos por el aspecto formal, esto es, en cuanto dicen relación a lo espiritual, como la dicen todos por precisión.
Más claro; en el misterio de la estatua se prescinde absolutamente de la religión de los reinos, ni hay señal alguna en toda la profecía de donde poder inferir alguna relación o respecto, o comercio de los reinos mismos con la divinidad. Sólo se habla de grandezas materiales, de conquistas, de pleitos, de dominación de unos hombres sobre otros, de fuerza, de violencia, de destrozos, de enemistades, de amistades, de casamientos, etc.; y todo ello figurado por metales de la tierra, por sí mismos fríos e inertes.
Mas en el misterio de las bestias no es así, se divisan algunas señales nada equívocas de religión, o de relación a la divinidad, verbi gratia, el corazón de hombre, que se le da a la primera bestia, las blasfemias contra el verdadero Dios, la persecución de sus santos, la opresión y humillación de estos mismos, el consejo en fin, y tribunal extraordinario que se junta, en que preside el Anciano de días, para juzgar una causa tan grave que parece por todas sus señas una causa de religión, que inmediatamente pertenece a Dios.
En suma, en el misterio de la estatua solamente se habla de los reinos por la parte que estos tienen de tierra, o de terrenos, sin otro respecto o relación, que a la tierra misma; mas en el misterio de las bestias ya se representan estos reinos con espíritu y con vida, por el respecto y relación que dicen a la divinidad; pero con espíritu y vida de bestias salvajes y feroces, porque este respecto y relación a la divinidad no se endereza a darle el culto y honor que le es debido; sino antes a quitarle este culto, y a privarle de aquel honor.
Estas dos cosas de que vamos hablando parecen necesarias y esenciales en un reino cualquiera que sea, esto es, lo material y terreno, que es todo lo que pertenece al gobierno político y civil, y lo formal o espiritual, que pertenece a la religión.
Según esto podemos ahora discurrir, sin gran peligro de alejarnos mucho de la verdad, que estas cuatro bestias grandes y diversas entre sí, no significan otra cosa que cuatro religiones grandes y falsas, que se habían de establecer en los diversos reinos de la tierra figurados en la estatua.” (Segunda Parte. Fenómeno II. Las Cuatro Bestias del capítulo VII del Daniel).


Comentarios del Padre Castellani:

a) La idea nueva de Lacunza que las Cuatro Fieras de Daniel no son sino cuatro religiones falsas tiene en contra la paladina palabra del texto (Daniel, VII, 17). Pero las razones del exegeta sudamericano son fuertes: la principal es que una repetición variante de la Estatua Dismetálica sería superflua; y además que las dos visiones difieren radicalmente en su final. (Apocalipsis, Excursus I: Notas Críticas a la Segunda Parte, Tomo I de Lacunza, 1., página 271).


b) Los exegetas modernos ven en estas Tubas netamente Herejías, aunque varíen en su designación. Con razón, pues patentemente forman una cadena que termina en el Anticristo; son sucesos de malagüero y no de buen auspicio; y no se pueden entender en literal crudo.
Aquí viene bien exponer un lugar paralelo en Daniel, tal como lo ve Lacunza: las Cuatro Fieras.
El Padre Lacunza dio del Capítulo VII de Daniel una interpretación nueva pero muy plausible.

La interpretación antigua era que esas Cuatro Fieras —que por cierto desembocan en la
Parusía y el Anticristo— eran los mismos Cuatro Imperios de la Visión muy anterior de la Estatua Multicompuesta.

Lacunza dice que son cuatro Religiones falsas o Herejías.

Según Lacunza, las Cuatro Fieras, el León, el Oso, el Leopardo y el Monstruo Disforme son el Paganismo, el Islamismo, la Protesta Luterana y el Filosofismo actual, que desemboca en el Anticristo.

Se podría objetar que el Ángel que le explica, le dice: “Son Cuatro Reyes”, o sea Poderes Políticos (Daniel, VII, 17).

La respuesta es que esas cuatro Herejías fueron calzadas y sostenidas por Poderes políticos.

El León con alas de águila —figura de los ídolos asirios— figura bien al Paganismo. Las alas le son arrancadas, se pone de pie como un hombre y “adquiere un corazón de hombre”.
El paganismo, dice Lacunza, fue convertido por los Apóstoles, se humanizó, se volvió el sustento y cimiento del Cristianismo en Roma; y en todo el mundo que ella dominaba.

El Oso “devorador de muchas carnes” que anda con tres huesos en la boca y surge “en un canto de la otra Bestia”, representa a Mahoma y el Islam, grosero, apañador y brutal.

El Leopardo con cuatro cabezas y cuatro alas como de ave sería el Protestantismo, que dominó —y domina aún, aunque herido— cuatro grandes naciones de Occidente. El Leopardo es el animal heráldico de Inglaterra. “Y le fue dado dominio”, dice el Profeta... Y aun “dominions”.

Surge después una Bestia o Fiera espantosa, poderosa, portentosa, de pies de hierro, la cual asumió y describió con más pormenores San Juan al fin de su libro: la Fiera de los Diez Cuernos.

Me parece que Lacunza tiene razón en decir que si estas Cuatro Fieras son Caldea, Persia, Grecia y Roma —como son sin duda las cuatro partes dismetálicas de la Estatua que soñó Nabucodonosor—, esta Visión sería una repetición superfina que no añade nada a la otra, a no ser si acaso confusión.

Otra razón es que la Visión de la Estatua desemboca en la Primera Venida de Cristo y fundación de la Iglesia, mas esta de las Fieras termina evidentemente en la Segunda Venida y el Anticristo.

Finalmente Lacunza nota que, para un Profeta, las Religiones son cosas más vivientes que los reinos políticos; por lo cual las figura como vivientes (animales) y a los reinos como inanimados (metales).

Si Dios pudo prever y revelar por Daniel el Imperio de Alejandro y el de César, sin duda también pudo saber del Protestantismo y otras revoluciones religiosas. (Apocalipsis, Visión Quinta: Las Siete Tubas. Quinta Trompeta, páginas 116-118).



2) EL ANTICRISTO, ¿CUERPO o INDIVIDUO?

Texto del Padre Lacunza:

“Que ha de haber un Anticristo, que éste se ha de revelar y declarar públicamente hacia los últimos tiempos, que ha de hacer en el mundo los mayores males, haciendo guerra formal a Cristo, y a todo cuanto le pertenece, veis aquí tres cosas ciertas en que ningún cristiano puede dudar, son clarísimas, y repetidas de mil maneras en las santas Escrituras del antiguo y nuevo Testamento.
¿Mas qué cosa particular y determinada debemos entender por esta palabra Anticristo, que es tan general y tan indeterminada, que solo significa contra Cristo?, ¿qué especie de males ha de hacer?, ¿de qué medios se ha de valer?, son otras tres cosas que no deben estar tan claras en las Escrituras como las tres primeras; pues las noticias o ideas que sobre ellas nos dan los doctores son tan varias, tan oscuras, y tan poco fundadas, como acabamos de observar.
¿Quién sabe si toda esta variedad de noticias (ciertamente increíbles, y aun ininteligibles) se habrán originado de algún principio falso, que se haya mirado y recibido inocentemente como verdadero? ¿Quién sabe, digo, si todo el mal ha estado en haberse imaginado a este Anticristo como a una persona singular e individua, y en este supuesto haber querido acomodar a esta persona todas las cosas generales y particulares que se leen en las Escrituras?
Este principio, o este supuesto (o falso, o poco seguro), me parece que es el que ha hecho oscuras, inaccesibles, e impenetrables muchísimas de la noticias que nos da la divina Escritura.
Este principio ha hecho buscar al Anticristo, y aun hallarlo y verlo con los ojos de la imaginación, donde ciertamente no está, y al mismo tiempo no verlo o no conocerlo donde está.
¿Qué se sigue de todo esto? Se sigue naturalmente, que con este principio, con esta idea y con este supuesto, llegamos a leer aquellos lugares de la Revelación, donde se nos habla de propósito del Anticristo, y no le conocemos, y nos parecen dichos lugares llenos de confusión y de tinieblas, y pasamos sobre ellos sin haber entendido ni aun sospechado lo que realmente nos anuncian.
Habiendo, pues, considerado las noticias que parten de este principio, y no hallando en ellas cosa alguna en que asentar el pie, ninguno puede tener a mal que busquemos otro sistema y procuremos asentar otro principio, con el cual puedan acordarse bien, y fundarse sólidamente las noticias que nos da la Revelación; proponiéndolo en cualidad de una mera consulta al examen y juicio de los interesados.
Según todas las señas y contraseñas que nos dan las santas Escrituras, y otras nada equívocas que nos ofrece el tiempo, que suele ser el mejor intérprete de las profecías, el Anticristo, de que estamos tan amenazados para los tiempos inmediatos a la venida del Señor, no es otra cosa que un cuerpo moral, compuesto de innumerables individuos, diversos y distantes entre sí, pero todos unidos moralmente, y animados de un mismo espíritu, contra el Señor, y contra su Cristo.
Este cuerpo moral, después que haya crecido cuanto debe crecer por la agregación de innumerables individuos; después que se vea fuerte, robusto y provisto con abundancia de todas las armas necesarias; después que se vea en estado de no temer las potencias de la tierra, por ser ya éstas sus partes principales, este cuerpo, digo, en este estado será el verdadero y único Anticristo que nos anuncian las Escrituras.
Peleará este cuerpo Anticristiano con el mayor furor, y con toda suerte de armas contra el cuerpo místico de Cristo, que en aquellos tiempos se hallará sumamente debilitado, hará en él los mayores y más lamentables estragos, y si no acaba de destruirlo enteramente, no será por falta de voluntad, ni por falta de empeño, sino por falta de tiempo; pues según la promesa del Señor, aquellos días serán abreviados.
Por tanto, se hallará nuestro Anticristo, cuando menos lo piense, en el fin y término de sus días, y en el principio del día del Señor. Se hallará con Cristo mismo que ya baja del cielo con aquella grandeza, majestad y potencia terrible y admirable con que se describe en el capítulo XIX del Apocalipsis, en San Pablo, en el Evangelio, en los Salmos, y en casi todos los Profetas.” (Segunda Parte. Fenómeno III. El Anticristo, § 3).



Comentarios del Padre Castellani:

a) La idea que del filosofismo de su tiempo vendría la religión del Anticristo me parece justa y confirmada por este siglo y medio pasado.

Que el Anticristo deba ser un cuerpo moral o espíritu es admisible y conciliable con el que sea también una persona individual que al final lo encarna y encabeza; como consta por San Pablo, la Tradición patrística, y varios pasajes del Apokalypsis. Nada impide y todo pide sean las dos cosas conjugadas en uno. (Apocalipsis, Excursus I: Notas Críticas a la Segunda Parte, Tomo I de Lacunza, 3. y 4., página 271).


b) El Anticristo será a la vez una corporación y una persona individual que la encarnará y gobernará:

1) Una corporación, porque eso dice la definición que de él formula San Juan (I, IV, 3), a saber, “spiritus qui solvit Jesum”, “espíritu de apostasía”: y decir un espíritu es decir un modo de ser que informa a cantidad de personas.

2) Un individuo, porque San Pablo lo llama: “el hombre de pecado, el inicuo, el hijo de la perdición, que contraría y se levanta contra todo cuanto se dice Dios o culto, hasta llegar a sentarse en el templo de Dios, presentándose como Dios” (II Tesalon, II, 3-4).

Este último texto es imposible de aplicar a un cuerpo colegiado de individuos, como la masonería o el filosofismo del siglo XVIII.

Lacunza intenta acomodarlo con innegable habilidad, pero inconvincentemente.


Texto del Padre Lacunza:

“Todo cuanto hemos trabajado hasta aquí en recoger y unir en un cuerpo moral las diversas piezas de que se debe componer el Anticristo, parecerá sin duda un trabajo perdido, si no respondemos de un modo natural, claro y perceptible, a una gravísima dificultad que se halla en la Escritura; la cual ha parecido tan decisiva en favor de la persona individua y singular del Anticristo, que este ha sido en realidad todo el fundamento de la opinión común.
La dificultad se puede proponer brevemente en esta sustancia. El Apóstol San Pablo en todo el capítulo II de su Segunda Epístola a los Tesalonicenses, habla ciertamente del Anticristo, aunque no lo nombre con esta palabra expresa y formal.
Siendo esto así, tampoco se debe ni puede dudar que hable de una persona singular; ya porque esto suena en todas sus expresiones, y su modo de hablar: ya porque siempre habla en singular, y nunca en plural; ya en fin, porque dice del Anticristo algunas cosas particulares; una en especial que no puede competer a muchos individuos, sino precisamente a uno solo.
(…) Esto es todo lo que dice San Pablo del Anticristo, lo cual hemos reservado de propósito para lo último, por examinarlo aparte con mayor atención.
En toda la divina Escritura, aunque se lea cien veces, y se vuelva a leer otras mil, no hay otro lugar sino este solo, que parezca favorecer la persona individua y singular del Anticristo, habiendo tantos otros, que claramente combaten y destruyen esta persona singular.
Por tanto, este solo texto, como decíamos poco ha, es todo el fundamento real en que estriba, y se hace fuerte la común opinión.

Dicen que este texto es claro y los otros son oscuros: lo cual aunque fuese cierto en cuanto a la sustancia, de los misterios del Anticristo (que ni aun en esto es claro), podemos decir seguramente todo lo contrario, en cuanto a la unidad o pluralidad de individuos en el mismo Anticristo.

En este punto determinado, que es lo que ahora tratamos, el texto de San Pablo es oscurísimo; y los otros son tan claros, que los mayores ingenios, empeñados formalmente en acomodarlos a una persona singular, no lo han podido hasta ahora conseguir.

Para responder pues, a esta gran dificultad de un modo formal e inteligible, vamos por partes.

Dos son los puntos únicos sobre que estriba toda ella:
Primero: San Pablo habla del Anticristo en singular, no en plural, llamándolo el hombre de pecado, el hijo de perdición, el cual... se levanta... aquel perverso...
Segundo: San Pablo dice de este hombre de pecado... que se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuese Dios: luego habla de una persona individua y singular.

Primeramente: parece innegable y fuera de disputa, que el hablar del Anticristo en singular y no en plural, como lo hace San Pablo, precisamente por hablar en singular, nada puede probar contra el asunto ni en provecho ni en contra.
Tan en singular se habla ordinariamente de un cuerpo moral, compuesto de muchos individuos, como de una sola persona: y ambos modos de hablar son igualmente buenos.
En la Escritura Divina tenemos de esto ejemplares sin número, y el mismo San Pablo nos ofrece no pocos.
(…) De estos ejemplares pudiera citar con poco trabajo material dos o tres millares, porque éste es un modo propio de hablar en toda suerte de escrituras sagradas y profanas, cuando se habla de muchos que moralmente componen un todo.
(…) Supongamos ahora por un momento que el Anticristo ha de ser un cuerpo moral, como lo hemos considerado, en este caso; ¿no serían verdaderas y propísimas las expresiones de San Pablo? ¿No le convendrían perfectamente bien a este cuerpo moral los nombres de el hombre de pecado, el hijo de perdición, etc.?
Parece que sí, y mucho más que sí se hablase en plural, diciendo hombres de pecado, hijos de perdición.

(…) En todo esto, lejos de hallarse impropiedad alguna, digna de reparo, se halla por el contrario una suma propiedad: ni se concibe de qué modo más natural, ni más propio se podía hablar de un agregado anticristiano, de muchos individuos unidos entre sí, y animados de un mismo espíritu, de un mismo interés, de unas mismas intenciones.
De este modo se habla con propiedad de una religión, y de una república, de una monarquía: y de este modo se habla del cuerpo místico de Cristo, que son todos los fieles unidos entre sí y animados del espíritu mismo de Cristo. Si en este cuerpo falta la unidad, ¿qué bien podremos esperar?
De este modo podemos discurrir, mirando con atención todo lo que el mismo Apóstol dice del Anticristo en el lugar citado.

(…) Aunque el primer punto de apoyo sobre que estriba (esto es, el hablar el Apóstol del Anticristo, no en plural, sino en singular) no sea tan sólido y fuerte, que baste por sí solo para sustentarla, mas queda el otro punto sólido y firmísimo que parece imposible hacerlo ceder; y mientras este no cediese, toda la dificultad queda en pie, y por consiguiente cae todo el grande edificio que se ha levantado hasta las nubes sobre este solo fundamento.

Aun permitido y concedido, se podrá decir, que las palabras y expresiones de que usa el Apóstol, pueden acomodarse igualmente bien a un cuerpo moral, que a un individuo singular; mas entre ellas hay una que no admite otro sentido que el de la persona individua y singular, y siendo esto así, ésta sola debe explicar a todas las otras.
Si ésta sola habla ciertamente de una persona individua y singular, se debe concluir legítima y evidentemente, que todas las demás hablan en el mismo sentido: pues todas caminan a un mismo objeto.
Examinemos, pues, este gran fundamento con atención particular.

Entre las cosas particulares que dice San Pablo del hombre de pecado, del hijo de iniquidad, o del Anticristo, una es, que no solo se opondrá, sino que se elevará sobre todo lo que se llama Dios, o que es adorado... de tal modo, que se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuese Dios.
Este sentarse en el templo de Dios, mostrándose como si fuese Dios, solamente puede competir a una persona individua y singular: luego el hombre de pecado, el hijo de iniquidad, o el Anticristo debe ser, según San Pablo, un hombre individuo, o persona singular.
A este solo punto de apoyo se reduce el fundamento de la opinión común.

Ahora pregunto yo: esta parte del texto de San Pablo, o esta noticia particular, de manera que se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuese Dios, ¿es clara o inteligible en todas sus partes, o no lo es?
Si no es perfectamente clara e inteligible, no puede servir de apoyo, ni ser fundamento para afirmar una cosa tan grande, tan repugnante al sentido común y tan opuesta a todas las ideas, que en tantas otras partes nos da del Anticristo la Divina Escritura.

No es oscuro, responden, sino claro y perceptible a todos; ni admite otro sentido literal y obvio, que el de una persona singular. Los otros lugares que se hallan en la Escritura, y que parece hablan de muchas personas, estos sí son oscuros, y muchos de ellos puras metáforas, cuyo verdadero sentido es reservado a Dios.

Ahora bien, si es claro y perceptible a todos, deberá ser clara y perceptible la explicación.
En este supuesto, se pregunta en primer lugar, ¿de qué templo de Dios habla San Pablo?
O habla de templo solo espiritual, figurado y metafórico, o habla de algún templo material y manufacto.

Entre estos dos templos no parece que hay medio. Si habla en el primer sentido, el texto nada prueba en favor, antes prueba en contra; pues en el mismo sentido en que se tomase la palabra templo, se deberá tomar el hombre de pecado, que se sienta en él, y también el asiento mismo, y la acción de sentarse, etc.

Si se habla de templo material, y manufacto, se vuelve a preguntar ¿qué templo será éste?
Resuelven, que será el templo mismo de Jerusalén, pues en tiempo de San Pablo no había en toda la tierra otro templo material de Dios.

Se debe suponer antes de pasar a otra reflexión, que San Pablo no habla aquí de aquel mismo individuo templo que existía en su tiempo; pues en este caso hubiera sido mal profeta; ni San Pablo podía ignorar que aquel individuo templo de Dios, debía destruirse en breve, así por la profecía de Daniel, capítulo IX, que es bien clara, como por la profecía clarísima del mismo Cristo que dijo, hablando del templo: no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada.

Conque si el Apóstol habla del templo de Jerusalén, es preciso que hable de otro templo todavía futuro. ¿Cual es éste? Es, dicen con gran formalidad, el que edificará el mismo Anticristo, cuando ponga su corte en Jerusalén.
Óptimamente. ¿Y esta noticia es cierta y segura? ¿Se ha sacado de algún público archivo conocido por infalible? Sabemos que no hay otro archivo de donde sacar noticias de futuro, que la revelación contenida en la Biblia Sagrada. ¿Cuál es, pues, la revelación sobre esta noticia particular? ¿Será acaso este mismo lugar de San Pablo, después de entendido y acomodado al intento?

Increíble parece; mas la verdad es, que no se señala otro ni parece posible señalarlo, porque no lo hay en toda la Biblia Sagrada; antes hay no pocos para afirmar todo lo contrario.

Ved aquí uno que vale por mil. El profeta Daniel, capítulo IX, hablando de la muerte del Mesías y de sus resultas, dice así: será muerto el Cristo, y no será más suyo el pueblo que le negará. Y un pueblo con un caudillo que vendrá, destruirá la ciudad, y el santuario, y su fin estrago, y después del fin de la guerra vendrá la desolación decretada... y durará la desolación hasta la consumación y el fin.
Si la desolación de Jerusalén, y de su templo debe perseverar hasta la consumación, y hasta el fin, ¿en qué tiempo edificará este judío Anticristo la ciudad y el templo que desolaron los Romanos?
Si antes de la consumación y del fin, falsificará la profecía, y será ésta una de sus mayores proezas.
Si después, será todavía mayor proeza, como es salir del infierno para edificar el templo, y la ciudad.

¿No veis, Señor, con vuestros ojos la suposición e inconsecuencia?

(…) El texto de San Pablo, que es el único fundamento, no es tan claro a favor de una persona singular, que no necesite de nuevo examen; y este examen es el que deseamos y pedimos, si bien otros autores modernos que ya he indicado, han negado a su arbitrio, y procurado probar, que por Anticristo no se entiende un individuo solo.” (Segunda Parte. Fenómeno III. El Anticristo, § 15).



Sigue el Comentario del Padre Castellani:

Como todo investigador genial, Lacunza camina flechado siempre a su propia intuición, sin mirar nada fuera de ella.

Lacunza abogó reciamente la tesis de que el Contracristo no será un hombre particular, sino un cuerpo moral con unidad de doctrina y ánimo apostático; tesis que tiene antecedentes patrísticos; fue exagerada por los protestantes; y es común en los exegetas modernos (Véase: Hallo, L’Apocalipse, por ejemplo).

Le daba en rostro a Lacunza, con razón, la especie de novela exegética que la baja antigüedad nos había trasmitido acerca del gran Emperador Judío, de la tribu de Dan, que reinará en Babilonia o en Jerusalén, destruirá Roma y gobernará el mundo; de cuya historia escribió Maluenda un centón voluminoso, imaginativo y pintoresco, y Leonardo Lesio un interminable tratado.

A la pregunta ¿hombre o espíritu? podemos responder: que el Anticristo será un hombre y una persona determinada, Cornelio Alapide, en II Thessa, II, 3, lo da como cierto, y aun de fe. Que también será un cuerpo social, un ente colectivo, un espíritu objetivo, nos parece actualmente también cierto, por las razones en el texto aducidas. (Cristo, Sección Segunda: El Anticristo. 8. Las Dos Bestias, páginas 35-36).



c) Todos los Santos Padres vieron en el Anticristo o Fiera del Mar una persona humana, como Juliano o Antíoco —“el misterioso Emperador Plebeyo”—, no un demonio o un cuerpo moral.

Fue en el Renacimiento cuando surgió la colectivización de la Fiera, el Anticristo impersonal, que encontró en nuestros días su mayor sostenedor en Lacunza; aunque está ya indicada en el donatista Tyconius, en el siglo IV, el cual ve en el Anticristo “el conjunto de las fuerzas del Mal”, encarnadas sin embargo al fin de los tiempos en un Rey perverso.

Algunos exegetas católicos adoptaron esa idea del movimiento, ideología, o cuerpo moral para descartar la exégesis rabiosa de Lutero de que el Anticristo era el Papa.

Floja defensa. Por lo demás, la exégesis protestante en masa la adoptó después, sustituyendo simplemente el Papa por el Papado; y aduciendo los dos lugares en que San Juan en sus Epístolas habla del Anticristo como de un espíritu.

Es fácil de ver que las dos cosas, un movimiento y un hombre, de suyo no se excluyen necesariamente.

Por lo demás, basta leer los textos del APOKALYPSIS y de San Pablo en la II Thess. para ver que allí se designa evidentemente a una persona individual (Ver, por ejemplo, Newman, Tract. 35, The Antichrist).

Según San Pablo, hay algo que ataja la manifestación y el triunfo (la gran Apostasía) del Anticristo; cuyo espíritu sin embargo ya entonces está en obra; como lo nota también San Juan: “muchos se han hecho ahora Anticristos”.

Ese algo San Pablo lo pone en neutro y en masculino, participio presente: “Lo que ataja y el Atajador”.

Los antiguos Padres, vieron el Obstáculo en el Imperio Romano, que con su organización política, su genio jurídico, su disciplinado ejército y su férreo orden externo, impedía la explosión de la Iniquidad siempre latente; y en el masculino participio presente, al Emperador.

Así como el Katéjon fue a la vez un cuerpo moral y un hombre que lo encabeza, así será el Anticristo.

Las razones que da Lacunza en pro del Anticristo impersonal alcanzan a probar tan sólo que también puede haber eso; o mejor dicho, que debe haberlo; pues es una ley de la historia que las Cabezas o Caudillos son engendrados por un movimiento, al cual a su vez ellos organizan e informan, en causalidad recíproca; como Hitler y el prusianismo alemán, Mussolini y el nacionalismo italiano, Napoleón y la Revolución Francesa, y así sucesivamente.

Cuando Lacunza o Eyzaguirre dicen “el Anticristo es la Masonería” por ejemplo, les bastaría añadir: “y su Jefe” —no que yo lo crea— para reconciliarse con los textos bíblicos; los cuales de otra manera quedan extrañadamente distorsionados.

Lacunza acierta en ver al movimiento del siglo XVIII llamado enciclopedismo, filosofismo o iluminismo como el movimiento más anticristiano que ha habido en la Historia; el cual se atrevió a calificar a Cristo de “El Infame”. Ese movimiento universal ha llegado empeorado a nuestros días.

Ni el culto de Satán tiene la sutil malicia y total falsificación de la verdad que tiene esta herejía adulteradora de todo el cristianismo.

Otros elementos del ejército anticrístico —como la Masonería, la magia y el Satanismo— no se niegan con esto.

Es probable que el intento de Lacunza no sea excluir que esa maquinaria anticristiana tenga una cabeza —lo cual es obvio— sino solamente excluir la imagen novelesca y extravagante del Anticristo que se hicieron los siglos medios.

Lacunza no obtiene con su prolija argumentación del “Fenómeno III, párrafo XV” la prueba de que el texto de San Pablo no se refiere a un hombre singular; aunque si obtiene que no es ese singular que fantaseó la novelística devota de algunos “teólogos” del Medievo.

No anduvo mal Tyconius en el siglo VI al ver en el Anticristo “todas las fuerzas del Mal encabezadas y como encarnadas en un Rey perverso”. Es la Ciudad del Hombre de San Agustín, opuesta a la Ciudad de Dios, que halla finalmente su Jefe y se organiza en él. (Apocalipsis, Excursus G: El Anticristo personal, páginas 150-155).



d) El Anticristo protestante

El advenimiento del Protestantismo produjo una variación sustancial en la exégesis del Anticristo. Lutero aplicó la terrible etiqueta escatológica al Papado, con lo cual es el primero que pone explícitamente en el tapete las dos tesis importantes —visibles en algunos Padres, como en Beatus de Liébana— de que:

1. El Anticristo no es un hombre singular, sino una institución;
2. La Iglesia fundada por Jesucristo puede corromperse, y de hecho se corromperá en los últimos días.

Por supuesto, esta última tesis es muy delicada para un católico —véase la cautela con que la propone Lacunza—, y para muchos, omnímodamente nefanda.

Como la propone Lutero, es herética y contra la Escritura.

Está ahí la gran promesa de Cristo sobre las Puertas del Infierno.

La frase “Ecclesia de medio fiet”, del primer comentor del Apokalipsis, San Justino Mártir, se debe interpretar en el sentido de una casi extinción, no de una corrupción. “Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿creéis que hallará fe en la tierra?” (Lc XVIII, 8).

La exégesis protestante se encarnizó por más de un siglo contra el Papado, estribando fuertemente en la “interpretación del ángel” de la Visión 13 del Apokalipsis, o sea, la Visión de la Gran Ramera.

Sin ninguna duda, la ciudad que el ángel allí designa es Roma.

La evasiva necesaria de esta exégesis no tiene más remedio que referirla: o a la Roma pasada exclusivamente, o bien a una Roma futura, imaginaria y transformada; es decir, o bien a la Roma étnica, que San Pedro apellidó Babilonia, o bien a una Roma renegada, sede del Anticristo, que pudo imaginar, d'aprés Lacunza, Hugo Wast.

Lacunza liberó una verdad prisionera del Protestantismo.

Es sabido que el pretexto y el pathos que sostuvo la somera armazón heterodogmática de Lutero y la más rígida de Calvino fue la corrupción de la Roma renascente y el mundanismo de la Roma papal; lo cual, es cierto, no eran meras calumnias, aunque tampoco era aquello que exageraban los vociferantes reformadores.

Naufragado el dogma luterano (ver Bossuet, Histoire des Variations) y convertido en siniestro espíritu maniqueo de la sociedad capitalista el calvinismo, lo que queda hoy del Protestantismo no es más que ese pretexto y ese pathos que fuera antaño su recóndita alma.

De modo que Chesterton pudo definir el anglicanismo como una mezcla negativa de anticlericalismo y antirromanismo, o sea, orgullo racial nórdico y furor antisacerdotal.

Lacunza ha liberado del horror de la soberbia protestante la amarga verdad de la parábola de la cizaña, que permanece mezclada al trigo sin poder ser arrancada ni por los ángeles hasta el fin del siglo.

En esta cizaña tropezó Lutero, quien quiso arrancarla y la desparramó. (Cristo, Sección Primera: La Parusía. 11 El Anticristo protestante, páginas 42-43).



e) El Anticristo de Lacunza

Lacunza juzgó que el Anticristo era el filosofismo del siglo XVIII, en lo cual no creemos haya errado mucho, como se verá en su lugar.

Terriblemente resentido —et pour cause— en su corazón y horrorizado ante los pródromos de la Revolución Francesa; el Papa Benedicto XIV carteándose con Voltaire; y el licencioso cardenal de Bernis (Babet la Bouquetiére), hechura de Choiseul y amigo de la ramera Pompadour, intrigando en Roma, no vaciló en aplicar la terrible visión de la Meretriz Magna —ebria de vino sacrílego y entregada a los reyes de la tierra— a Roma; no la Étnica pasada, sino una Renegada futura, obtenida por prolongación de líneas de su Roma coeva; prolongación que por suerte no se verificó.

Digo que al hacer esto —sin escándalo ni pasión de ánimo, antes con bastante humildad y prudencia— libero una verdad evangélica cautiva de la teología protestante; porque rechácese, si place, su opinión de exegeta, no se puede negar la eficacia de su cirugía de apologeta.

En efecto, al pobre protestante que no tiene más excusa de su escisión que “los escándalos terribles del pasado”, le contesta tranquilamente: “Eso no es nada al lado de lo que —puede— lleguemos a ver. Eso no es sino la cizaña del enemigo entre el trigo del paterfamilias, que más bien prueba que desprueba la institución divina de la Iglesia…”.

Es la retortio argumenti, la gallarda manera de argumentar del Rey de los Apologistas, el Africano.

“¿Eso argüís? Pues, yo os concedo eso y estotro, que es mucho más; y en estotro está la clave de lo que os choca y ofusca…”.

Es el método del De Civitate Dei contra los paganos.

El Anticristo es probablemente el filosofismo del siglo XVIII, prolongación de la pseudorreforma protestante y precursor de esta nueva religión que vemos formándose hoy día ante nuestros ojos, llámese como se quiera (modernismo, aloguismo, antropolatría), que será sin duda la última herejía, pues no se puede ir más allá en materia de herejías.

Y el Anticristo será también un hombre singular, dado que todo espíritu objetivo no existe ni actúa sino encarnado, y todo gran movimiento histórico suscita un hombre.

Todo gran movimiento sociológico suscita y reviste una cabeza para ser formado; como, por ejemplo, Mussolini creó y a su vez fue criatura del nacionalismo italiano.

Eso es una ley histórica obvia, que expuso Carlyle en su Hero and Heroworship.

Esta síntesis de la vieja tesis patrística del Anticristo personal con la anti-tesis lacunziana, es bien probable, por no decir cierta.

Así pasan las cosas en la historia humana. (Cristo, Sección Primera: La Parusía. 12 El Anticristo de Lacunza, páginas 44-46).



f) Siete Cabezas y Reinos y Diez Reyes

Textos del Padre Lacunza:

“Figurémonos ahora de otro modo diverso al Anticristo que esperamos, o por mejor decir, tememos, no ya como un triste judío, recibido de sus hermanos por su rey y Mesías, no ya como un monarca universal de toda la tierra, ni tampoco como una persona singular, sino como un gran cuerpo moral, compuesto de millares de personas diversas y distintas entre sí, mas todas unidas y de acuerdo para ciertos fines; todas animadas de aquel espíritu fuerte, inquieto, audaz y terrible, que divide a Jesús; todas armadas, y ya como en orden de batalla, contra el Señor, y contra su Cristo.
En este Anticristo, así considerado, se entienden al pronto con gran facilidad todas las cosas, que para los tiempos últimos nos anuncian en general las Escrituras, y se entiende en particular todo el misterio de la bestia de que vamos hablando.
En este Anticristo se comprende bien, lo primero, la metáfora de siete cabezas en una bestia; se concibe, digo, como siete cabezas diversas entre sí, o siete falsas religiones que pueden entrar en una misma idea o proyecto particular, se unirán para esto en un solo cuerpo, esto es, para hacer guerra en toda forma al cuerpo y Cristo, y a Cristo mismo, no en alguna parte determinada de la tierra, sino en toda ella y a un mismo tiempo.
Se comprende bien lo segundo, la metáfora de los diez cuernos todos coronados; y se concibe sin dificultad, como diez o más reyes, o por seducción o por malicia, pueden entrar en el mismo sistema o misterio de iniquidad, prestando a la bestia, compuesta ya de siete, toda su autoridad y potestad (Apoc. XVII, 13), ayudándola para aquella empresa del mismo modo que ayudan sus cuernos a un toro para herir y hacerse temer.
Se concibe en fin, como una de las siete cabezas, o una de las siete bestias unidas, puede recibir algún golpe mortal, y no obstante ser curada la llaga metafórica por la caridad y solicitud, industrias y lágrimas de sus hermanas.
Todo esto se concibe sin dificultad; y si no podemos asegurarlo con toda certidumbre, podemos a lo menos sospecharlo, como sumamente verosímil; y de la sospecha vehemente pasar a una más atenta y más vigilante observación.
Esto es lo que yo pretendo en todo este escrito, y lo que tantas veces nos encarga el Evangelio.
Para no repetir aquí lo que queda dicho en otra parte, sería conveniente y aún necesario leer otra vez todo el párrafo VII del fenómeno antecedente, trayendo también a la memoria lo que dijimos sobre las cuatro bestias de Daniel.
Estas cuatro bestias tienen una relación tan estrecha con la bestia del Apocalipsis, que más parece identidad que parentesco.
El misterio es seguramente el mismo sin diferencia sustancial; de modo, que aquellas cuatro una vez conocidas, nos abren la inteligencia de esta última; y esta última conocida por aquellas cuatro, las explica más, las aclara más, y les da un cierto aire de viveza tan natural, que parece imposible moralmente desconocerlas. Por consiguiente, también parece imposible, moralmente hablando, distinguir el un misterio del otro.
Yo a lo menos no hallo otra diferencia, sino que el Profeta toma a las bestias cada una de por sí, mirando a cada una separadamente desde su nacimiento, y siguiéndola en espíritu desde su tiempo hasta otro; San Juan por el contrario las toma todas juntas, y unidas en un mismo cuerpo, como que solamente las considera en el estado de madurez y perfección brutal, que han de tener en los últimos tiempos; pues estos últimos tiempos son el asunto inmediato y único de su profecía. En lo demás el Profeta y el Apóstol van perfectamente conformes.
San Juan dice, que la bestia que vio, tenía siete cabezas, que es lo mismo que decir, ni sé que otra cosa se pueda decir más natural, que a siete bestias diversas entre sí, las vio unidas en un mismo cuerpo, y animadas de un mismo espíritu.
Daniel, aunque solo nombra cuatro, mas estas cuatro son siete en la realidad, pues la tercera que es el leopardo, se compone de cuatro; y estas cuatro con las dos primeras, leona y oso, y con la última terrible hacen siete.
San Juan dice de su bestia, que era semejante a un leopardo con boca de león y pies de oso; conque la compara al mismo tiempo, y la asemeja al león, oso y leopardo.
Estas son puntualmente las tres primeras bestias de Daniel: mejor diremos las seis primeras, pues en el leopardo se incluyen cuatro, escondidas y cubiertas con una misma piel, que no se conocen, si no sacaran fuera las cabezas.
A la bestia que falta no se le halla semejanza con las otras bestias conocidas, y por eso no se le pone nombre, ni en el Apocalipsis, ni en Daniel: solo dice este Profeta, que no tenía semejanza alguna con las otras; y era desemejante a las otras bestias, que yo había visto antes de ella.
San Juan dice de su bestia, que la vio salir del mar; lo mismo dice Daniel de sus cuatro bestias, y casi con las mismas palabras.
San Juan nos representa su bestia con diez cuernos todos coronados; lo mismo en sustancia hace Daniel, con sola esta diferencia, que pone los diez cuernos en la cabeza de la última bestia, porque a ésta la considera en sí misma, y como separada de las otras; mas San Juan, que la considera unida con las otras, y formando entre todas un solo cuerpo, o una sola bestia, pone todos los diez cuernos en esta bestia, o en este conjunto, sin decirnos en particular si están todos en una cabeza, o repartidos entre todas, o todos en cada una.
Los diez cuernos, dice Daniel, y lo mismo dice San Juan, significan diez reyes (sea éste un número determinado, o indeterminado, hace poco a la sustancia del misterio).
Estos diez cuernos los vio Daniel en la cabeza de su última bestia, que es visiblemente la que debe hacer el papel o figura principal en esta tragedia; porque si esta bestia se considera en sí misma, prescindiendo de las otras, los cuernos parece que han de ser propios suyos; ella los ha de criar, y sustentar, y arraigar con grandes cuidados, como que le son infinitamente necesarios para poner en obra sus proyectos.
Mas cuando esta bestia se trague las otras, es decir, cuando traiga a su partido un número suficiente de individuos pertenecientes a las otras bestias; cuando les haga entrar en sus impías ideas; cuando en todas las partes del mundo haga declararse formalmente contra Cristo muchos gentiles, muchos Mahometanos, y principalmente muchísimos cristianos de los que pertenecen al falso cristianismo, aquellos cuyos nombres no están escritos en el libro de la vida del Cordero; cuando en suma, todos estos formen con ella un solo cuerpo, y sean animados de un mismo espíritu (que es el estado en que los considera San Juan) entonces todos los cuernos serán comunes a todas las cabezas, o a todas las bestias unidas; todas herirán, o espantarán con ellos; y todo aquel cuerpo de iniquidad estará como en seguro por los cuernos; será como una consecuencia necesaria, que tiemble en su presencia toda la tierra; que se rindan sus habitadores, y que le hinquen la rodilla, diciendo: ¿quién hay semejante a la bestia? ¿y quién podrá lidiar con ella?” (Segunda Parte. Fenómeno III. El Anticristo, § 7).



“Dos anotaciones (u objeciones)

Primera anotación: En el párrafo IV se traen aquellas palabras de la epístola primera de San Juan, espíritu, que divide a Jesús, como la propia definición del Anticristo, y se dice, que estas palabras no suenan otra cosa en su propio y natural sentido, que la apostasía verdadera de la religión cristiana que antes se profesaba.
No obstante, desde el párrafo VII se empieza a hablar de una bestia de siete cabezas, como que ésta es el verdadero Anticristo; mas entre estas siete cabezas, solo cinco hay a quienes pueda competir el dividir a Jesús o la apostasía, pues las otras dos, que son el mahometismo y la idolatría, como no tienen atadura alguna con Jesús, tampoco pueden desatarlo, o desatarse de él.
O estas dos cabezas de la bestia no vienen al caso, o no es justa la definición.

Respuesta: En varias partes de este fenómeno hemos advertido, que la expresión dividir a Jesús, no solamente la tomamos en sentido pasivo, sino también y principalmente en sentido activo.

El dividir a Jesús, en sentido pasivo será como el fondo del Anticristo, y como la primera diligencia necesaria, para que sobre este fondo se forme todo el Anticristo; más después de formado enteramente, después de unidas en un cuerpo todas sus diferentes piezas, el dividir a Jesús será principalmente en sentido activo, procurando desatarlo de todos cuantos se hallaren en el mundo atados de algún modo con él, y haciendo para esto una guerra viva al cuerpo del Cristianismo y a Cristo mismo.

Por eso San Pablo pone primeramente la apostasía, y después la revelación del hombre de pecado, como que la apostasía es el primer paso necesario para que el Anticristo se forme enteramente y se rebele, o declare públicamente.

Ahora, para hacer esta guerra a Cristo con buen suceso en todas las partes del mundo, le será absolutamente necesario al cuerpo de apóstatas, fuera de las cinco cabezas que salieron de entre nosotros (I Joan. II, 19), y ya están unidas, unir también otras dos más, esto es, muchísimos individuos principales, que pertenecen al mahometismo y a la idolatría.

Estos, aunque no se verifique en ellos el dividir a Jesús pasivamente; mas lo verificarán activamente; pues también desatarán a Jesús, o procurarán desatarlo, respecto de muchísimos cristianos que entonces se hallarán entre ellos.

Así, la definición general parece justa.


Segunda anotación: Las siete cabezas de la bestia del capítulo XIII del Apocalipsis, se explican diciendo, que simbolizan siete falsas religiones, o muchos individuos de cada una de ellas unidos moralmente en un cuerpo, y animados de un mismo espíritu contra el Señor, y contra su Cristo.
No obstante, en el mismo Apocalipsis capítulo XVII se hallan explicadas en otro modo estas cabezas: las siete cabezas que viste en la bestia, se le dice a San Juan, son siete montes, y también siete reyes (Apoc. XVII, 9 y 16).

Respuesta: En el capítulo XIII del Apocalipsis se habla en general del Anticristo y de su misterio de iniquidad; mas en el capítulo XVII se habla en particular de un solo suceso perteneciente únicamente a la ciudad de Roma.
Para aquel misterio general, y para este suceso particular, se usa de una misma metáfora, por la relación o conexión que debe tener lo uno con lo otro.

Así, no es maravilla que las cabezas de la bestia metafórica simbolicen una cosa en el misterio general del Anticristo y otra cosa diversa en el misterio particular de la mujer; pues aun en este misterio particular vemos en el texto mismo dos símbolos diversos de las mismas cabezas, esto es, siete montes y, al mismo tiempo, siete reyes: aquí hay sentido que tiene sabiduría, las siete cabezas son siete montes, sobre los que está sentada la mujer; y también son siete reyes.

En el capítulo XIII, donde no se habla de esta mujer, la cual sólo al último de este misterio general vino en memoria delante de Dios, para darle el cáliz del vino de la indignación de su ira (Apoc. XVI, 19.); en este capítulo, digo, ¿queréis que las cabezas de la bestia signifiquen siete montes y siete reyes?” (Segunda Parte. Fenómeno III. El Anticristo, Dos Anotaciones).



Comentarios del Padre Castellani:

1) Algunos Padres interpretaron las Siete Cabezas como siete emperadores romanos, cinco pasados, más el que entonces imperaba, más uno muy malo que había de venir posterior a Juan y su libro; el cual, unos dijeron era Domiciano, otros Diocleciano, otros Nerón redivivo, o Galba, o Nerva…; pues hasta hoy no hay acuerdo desde dónde hay que empezar a contar, si de Julio César, o Augusto, o Tiberio.

Pero algunos Padres (como Andrés de Cesárea) se empeñaron en interpretar antitypicamente siete imperios sucesivos (como los de Daniel) desde Cristo al Anticristo; como si dijéramos hoy Constantino, Carlomagno, Barbarroja, Carlos Quinto. No va con el texto; el cual los indica simultáneamente.

Desde Ireneo hasta Lacunza, pasando, por Lactancio, los principales intérpretes ven aquí siete reinos y diez republiquetas de los últimos tiempos, existiendo simultáneamente. (Apocalipsis, Visión Decimosexta: La Gran Ramera, página 220).



2) Los 10 Cuernos de Daniel se transforman en Siete Cabezas y 10 Cuernos sobre ellas en San Juan, Conciliable: es un número indeterminado de poderes políticos que dependen de siete principales. (Apocalipsis, Excursus I: Notas Críticas a la Segunda Parte, Tomo I de Lacunza, 5., página 271).



3) EL FALSO PROFETA

Texto del Padre Lacunza:

“Esta bestia de dos cuernos, nos dicen con gran razón los intérpretes del Apocalipsis, que será el pseudo-profeta del Anticristo.
Mas así como hacen al Anticristo una persona individua y singular, así del mismo modo conciben a su falso profeta.
Muchos piensan que éste será algún obispo apóstata, pareciéndoles ver en sus dos cuernos como de cordero, un símbolo propio de la mitra.
(…) Éste es, según ellos, el misterio encerrado en esta metáfora; ni hay otra cosa que poder pensar ni sospechar. Mas los que no podemos concebir al Anticristo como una individua persona, ¿cómo podremos concebir en esta forma a su pseudo-profeta? Los que miramos en la primera bestia un cuerpo moral, o una gran máquina compuesta de muchas piezas diferentes, ¿cómo podremos, guardando consecuencia, mirar otra cosa en la segunda?
(…) Esta bestia nueva, lejos de significar un obispo particular, o un hombre individuo y singular, significa y anuncia, según la expresión clara del mismo Cristo, un cuerpo inicuísimo y peligrosísimo, compuesto de muchos seductores: se levantarán (dice) muchos falsos profetas... y darán grandes señales y prodigios…
Pues esta bestia nueva, este cuerpo moral, compuesto de tantos seductores, será sin duda en aquellos tiempos infinitamente más perjudicial, que toda la primera bestia, compuesta de siete cabezas, y armada con diez cuernos todos coronados.
No espantará tanto al cuerpo, o al rebaño de Cristo la muerte, los tormentos, los terrores y amenazas de la primera bestia, cuanto el mal ejemplo de los que debían darlo bueno, la persuasión, la mentira, las órdenes, las insinuaciones directas o indirectas; y todo con aire de piedad y máscara de religión, todo confirmado con fingidos milagros, que el común de los fieles no es capaz de distinguir de los verdaderos.
Es más que visible a cualquiera que se aplique a considerar seriamente esta bestia metafórica, que toda ella es una profecía formal y clarísima del estado miserable en que estará en aquellos tiempos la Iglesia Cristiana, y del peligro en que se hallarán aun los más de los fieles, aun los más inocentes, y aun los más justos.
Considerad, amigo, con alguna atención todas las cosas generales y particulares que nos dice San Juan de esta bestia terrible, y me parece que no tendréis dificultad en entender lo que realmente significa, y lo que será o podrá ser en aquellos tiempos de que hablamos la bestia de dos cuernos.
El respeto y veneración con que miro, y debemos mirar todos los fieles cristianos a nuestro sacerdocio, me obliga a andar con estos rodeos, y cierto que no me atreviera a tocar este punto, si no estuviese plenamente persuadido de su verdad, de su importancia, y aun de su extrema necesidad.
Sí, amigo mío, nuestro sacerdocio; éste es, y no otra cosa el que viene aquí significado, y anunciado para los últimos tiempos debajo de la metáfora de una bestia con dos cuernos semejantes a los del cordero.
Nuestro sacerdocio, que como buen pastor, y no mercenario, debía defender el rebaño de Cristo, y poner por él su propia vida, será en aquellos tiempos su mayor escándalo, y su mayor y más próximo peligro.
¿Qué tenéis que extrañar esta proposición? ¿Ignoráis acaso la historia? ¿Ignoráis los principales y más ruidosos escándalos del sacerdocio hebreo? ¿Ignoráis los escándalos horribles y casi continuados por espacio de diez y siete siglos del sacerdocio cristiano?
¿Quién perdió enteramente a los judíos, sino su sacerdocio? (…) Ahora digo yo: ¿este sacerdocio lo era acaso de algún ídolo o de alguna falsa religión? ¿Había apostatado formalmente de la verdadera religión que profesaba? ¿Había perdido la fe de sus Escrituras y la esperanza de su Mesías? ¿No tenía en sus manos las Escrituras? ¿No podía mirar en ellas como en un espejo clarísimo la verdadera imagen de su Mesías, y cotejarla con el original que tenía presente?
Sí, todo es verdad; mas en aquel tiempo y circunstancias, todo esto no bastaba, ni podía bastar. ¿Por qué? Porque la iniquidad de aquel sacerdocio, generalmente hablando, había llegado a lo sumo. Estaba viciado por la mayor y máxima parte; estaba lleno de malicia, de dolo, de hipocresía, de avaricia, de ambición; y por consiguiente lleno también de temores y respetos puramente humanos, que son lo que se llaman en la Escrituras la prudencia de la carne y el amor del siglo, incompatibles con la amistad de Dios.
¿Qué tenemos, pues, que maravillarnos de que el sacerdocio cristiano pueda en algún tiempo imitar en gran parte la iniquidad del sacerdocio hebreo? ¿Qué tenemos que maravillarnos de que sea el únicamente simbolizado en esta bestia de dos cuernos?
Los que ahora se admiren de esto, o se escandalizaren de oírlo, o lo tuvieren por un despropósito increíble, es muy de temer, que llegada la ocasión, sean los primeros que entren en el escándalo, y los primeros presos en el lazo. Por lo mismo que tendrán por increíble tanta iniquidad en personas tan sagradas, tendrán también por buena la misma iniquidad.
¿Qué hay que maravillarse después de tantas experiencias? Así como en todos tiempos han salido del sacerdocio cristiano bienes verdaderos e inestimables, que han edificado y consolado la Iglesia de Cristo, así han salido innumerables y gravísimos males, que la han escandalizado y afligido.
(…) Consideradlo bien, y entenderéis fácilmente cómo la bestia de dos cuernos puede hacer tantos males en los últimos tiempos. Entenderéis, digo, cómo el sacerdocio de los últimos tiempos, corrompido por la mayor parte, pueda corromperlo todo, y arruinarlo todo, como lo hizo el sacerdocio hebreo. Entenderéis en suma, cómo el sacerdocio mismo de aquellos tiempos, con su pésimo ejemplo, con persuasiones, con amenazas, con milagros fingidos, etc., podrá alucinar a la mayor parte de los fieles, podrá deslumbrarlos, podrá cegarlos, podrá hacerlos desconocer a Cristo, y declararse en fin por sus enemigos: se levantarán muchos falsos profetas, y engañarán a muchos. Y darán grandes señales. Y porque se multiplicará la iniquidad, se resfriará la caridad de muchos.
(…) Si todavía os parece difícil de creer que el sacerdocio cristiano de aquellos tiempos sea el únicamente figurado en la terrible bestia de dos cuernos, reparad con nueva atención en todas las palabras y expresiones de la profecía; pues ninguna puede estar de más.
Decidme ahora, amigo, con sinceridad, ¿a quién pueden competir todas estas cosas, piénsese como se pensare, sino a un sacerdocio inicuo y perverso, como lo será el de los últimos tiempos?
Los doctores mismos lo reconocen así, lo conceden en parte; y esta parte una vez concedida, nos pone en derecho de pedir el todo. No hallando otra cosa a que poder acomodar lo que aquí se dice de la segunda bestia (a la cual en el capítulo XVI y XIX se le da el nombre de pseudo-profeta), convienen comúnmente en que esta bestia o este pseudo-profeta, será algún obispo apóstata, lleno de iniquidad y malicia diabólica, que se pondrá de parte del Anticristo, y lo acompañará en todas sus empresas.
Mas este obispo singular (sea tan inicuo, tan astuto, tan diabólico, como se quisiere o pudiere imaginar) ¿será capaz de alucinar con sus falsos milagros, y pervertir con sus persuasiones a todos los habitantes de la tierra? ¿Y esto en el corto tiempo de tres años y medio? ¿Y esto en un asunto tan duro, como es que todos los habitadores de la tierra tengan al Anticristo no sólo por su rey, sino por su dios? ¿No choca esto manifiestamente al sentido común? ¿No pasa esto fuera de los límites de lo increíble?
Si en la Escritura Santa hubiese sobre esto alguna revelación expresa y clara, yo cautivaría mi entendimiento en obsequio de la fe; mas no habiendo tal revelación; antes repugnando esta noticia todas las ideas que nos da la misma Escritura, parece preciso tomar otro partido. Lo que no puede concebirse en una persona singular, se puede muy bien concebir y se concibe al punto en un cuerpo moral, compuesto de muchos individuos repartidos por toda la tierra; se concibe al punto en el sacerdocio mismo, o en su mayor y máxima parte, en el estado de tibieza y relajación en que estará en aquellos tiempos infelices.
No es menester decir para esto, que el sacerdocio de aquellos tiempos persuadirá a los fieles que adoren a la primera bestia con adoración de latría como a Dios. El texto no dice tal cosa, ni hay en todo él una sola palabra de donde poderlo inferir. Sólo habla de simple adoración, y nadie ignora lo que significa en las Escrituras esta palabra general, cuando no se nombra a Dios, o cuando no se infiere manifiestamente del contexto: e hizo (ésta es la expresión de San Juan) que la tierra y sus moradores adorasen a la primera bestia...
Así, el hacer adorar a la primera bestia, no puede aquí significar otra cosa, sino hacer que se sujeten a ella, que obedezcan a sus órdenes, por inicuas que sean, que no resistan como debían hacerlo, que den señales externas de su respeto y sumisión, y todo esto por temor de sus cuernos.
Tampoco es menester decir, que el sacerdocio de que hablamos, habrá ya apostatado de la religión cristiana. Si hubiere en él algunos apóstatas formales y públicos, que sí los habrá, y no pocos, éstos no deberán mirarse como miembros de la segunda bestia, sino de la primera.
Bastará, pues, que el sacerdocio de aquellos tiempos peligrosos se halle ya en aquel mismo estado y disposiciones en que se hallaba en tiempo de Cristo el sacerdocio hebreo, quiero decir, tibio, sensual y mundano, con la fe muerta o dormida, sin otros pensamientos, sin otros deseos, sin otros afectos, sin otras máximas que de tierra, de mundo, de carne, de amor propio, y olvido total de Cristo y del Evangelio.
Todo esto parece que suena aquella expresión metafórica de que usa el apóstol, diciendo: que vio a esta bestia salir o levantarse de la tierra.
Añade, que la vio con dos cuernos semejantes a los de un cordero; la cual semejanza, aun prescindiendo de la alusión a la mitra, que reparan varios doctores, parece por otra parte, siguiendo la metáfora, un distintivo propísimo del sacerdocio, que a él solo puede competir. De manera, que así como los cuernos coronados de la primera bestia significan visiblemente la potestad, la fuerza, y las armas de la potencia secular de que aquella bestia se ha de servir para herir y hacer temblar toda la tierra; así los cuernos de la segunda, semejantes a los de un cordero, no pueden significar otra cosa, que las armas o la fuerza de la potestad espiritual, las cuales aunque de suyo son poco a propósito para poder herir, para poder forzar, o para espantar a los hombres; mas por eso mismo se concilia esta potencia mansa y pacífica, el respeto, el amor y la confianza de los pueblos; y por eso mismo es infinitamente más poderosa, y más eficaz para hacerse obedecer, no solamente con la ejecución, como lo hace la potencia secular, sino con la voluntad, y aun también con el entendimiento.
Mas esta bestia en la apariencia mansa y pacífica (prosigue el amado discípulo), esta bestia en la apariencia inerme, pues no se le veían otras armas que dos pequeños cuernos semejantes a los de un cordero, esta bestia tenía una arma horrible y ocultísima, que era su lengua, la cual no era de cordero, sino de dragón: hablaba como el dragón.
Lo que quiere decir esta similitud, y a lo que alude manifiestamente, lo podéis ver en el capítulo III del Génesis. Allí entenderéis cuál es la lengua, o la locuela del dragón, y por esta la locuela entenderéis también fácilmente la locuela de la bestia de dos cuernos en los últimos tiempos, de la cual se dice, que como habló el dragón en los primeros tiempos, y engañó a la mujer, así hablará en los últimos la bestia de dos cuernos, o por medio de ella el dragón mismo.
Hablará con dulzura, con halagos, con promesas, con artificio, con astucias, con apariencias de bien, abusando de la confianza y simplicidad de las pobres ovejas para entregarlas a los lobos, para hacerlas rendirse a la primera bestia, para obligarlas a que la adoren, la obedezcan, la admiren, y entren a participar o a ser iniciadas en su misterio de iniquidad.
Y si algunas se hallaren entre ellas tan entendidas que conozcan el engaño, y tan animosas que resistan a la tentación (como ciertamente las habrá) contra éstas se usarán, o se pondrán en gran movimiento las armas de la potestad espiritual, o los cuernos como de cordero, prohibiendo que ninguno pueda comprar, o vender, sino aquel que tiene la señal, o el nombre de la bestia. Éstas serán separadas de la sociedad y comunicación con las otras, a éstas nadie les podrá comprar ni vender, si no traen públicamente alguna señal de apostasía: porque ya habían acordado los judíos, dice el evangelista, que si alguno confesase a Jesús por Cristo, fuese echado de la sinagoga (Joan. IX, 22). Aplíquese la semejanza.” (Segunda Parte. Fenómeno III. El Anticristo, § 11 La bestia de dos cuernos).



Comentario del Padre Castellani:

Nada impide que la "propaganda sacerdotal" del Anticristo (Lacunza, Pieper) esté encabezada por un obispo apóstata (Solovief) o incluso un Antipapa; así sucede en la historia humana: cuerpo pide cabeza. (Apocalipsis, Excursus I: Notas Críticas a la Segunda Parte, Tomo I de Lacunza, 7., página 272).



4) BABILONIA

Texto del Padre Lacunza:

“Dos cosas principales debemos conocer aquí:
Primera: ¿Quién es esta mujer sentada sobre la bestia?
Segunda: ¿De qué tiempos se habla en la profecía, si ya pasados o todavía futuros?
Cuanto a lo primero, convienen todos los doctores que la mujer de que aquí se habla es la ciudad misma de Roma, capital en otros tiempos del mayor imperio del mundo, y capital ahora, y centro de unidad de la verdadera Iglesia cristiana.
En este primer punto como indubitable, no hay para que detenernos.
Cuanto a lo segundo hallamos solas dos opiniones en que se dividen los doctores cristianos:
La primera sostiene, que la profecía se cumplió ya toda en los siglos pasados en la Roma idólatra y pagana.
La segunda confiesa, que no se ha cumplido hasta ahora plenamente; y afirma, que se cumplirá en los tiempos del Anticristo en otra Roma todavía futura, muy semejante a la antigua idólatra y pagana, pero muy diversa de la presente, como veremos luego.

El punto es el más delicado y crítico que puede imaginarse.
Por una parte, la profecía es bastantemente terrible y admirable por todas sus circunstancias. Así los delitos de la mujer, que claramente se revelan, como el castigo que por ellos se anuncia, son innegables.
Por otra parte, el respeto, el amor, la ternura, el buen concepto y estimación con que siempre ha estado esta misma mujer, abolida la idolatría, respecto de sus hijos y súbditos, hace increíble e inverosímil, que de ella se hable, o que en ella puedan jamás verificarse tales delitos, ni tal castigo.

Pues en esta constitución tan crítica, ¿qué partido se podrá tomar?
Salvar la verdad de la profecía es necesario; pues nadie duda de su autenticidad.
Mas también parece necesario salvar el honor de la grande reina, y calmar todos sus temores.

Como ella no ignora, lo que está declarado en la Escritura de la verdad (Dan. X, 21); como esto que está expreso en la Escritura de la verdad, la debe o la puede poner en grandes inquietudes, ha parecido conveniente a sus fieles vasallos librarla enteramente de este cuidado.
Por tanto, le han dicho unos por un lado, que no hay que temer, porque la terrible profecía ya se verificó plenamente muchos siglos ha en la Roma idólatra o pagana, contra quien hablaba.
Otros, no pudiendo entrar en esta idea, que repugna al texto y al contexto, le han dicho no obstante, por otro lado, que no hay mucho que temer; pues aunque la profecía se endereza visiblemente a otros tiempos todavía futuros; mas no se verificará en la Roma presente, en la Roma cristiana, en la Roma cabeza de la Iglesia de Cristo, sino en otra Roma infinitamente diversa, en otra Roma, compuesta entonces de idólatras e infieles, los cuales se habrán hecho dueños de Roma, echando fuera al Sumo Sacerdote, y junto con él a toda su corte, y a todos los cristianos.
En esta Roma así considerada se verificarán (concluyen llenos de confianza) los delitos y el castigo anunciado en esta profecía.

(…) ¿Con qué fundamento se asegura, que el imperio romano volverá a ser lo que fue, que Roma, nueva corte del imperio romano, volverá a la grandeza, majestad y gloria que tuvo antiguamente; que las cabezas de este imperio residentes en Roma serán étnicos o idólatras; que desterrarán de Roma la religión cristiana e introducirán de nuevo el culto de los ídolos; que Roma ya idólatra se unirá con el Anticristo, rey de los judíos, y favorecerá sus pretensiones; que diez reyes, en fin, o por odio del Anticristo antes de ser vencidos o de mandato suyo después de vencidos, harán en Roma aquella terrible ejecución?
¿No es esto, propiamente hablando, fabricar en el aire grandes edificios? ¿No podrá pensar alguno sin temeridad, que todos estos modos de discurrir son una pura contemplación y lisonja, con apariencia de piedad?

Diréis, acaso, lo primero, que todo esto se hace prudentemente por no dar ocasión a los herejes y libertinos a hablar más despropósitos de los que suelen contra la Iglesia romana; mas esto mismo es darles mayor ocasión, y convidarlos a que hablen con menos sinrazón, poniéndoles en las manos nuevas armas, y provocándolos a que las jueguen con más suceso.
La Iglesia Romana, fundada sobre piedra sólida, no necesita de lisonja, o de puntales falsos y débiles en sí para mantener su dignidad, su primacía sobre todas las Iglesias del orbe, y sus verdaderos derechos, a los cuales no se opone de modo alguno la profecía de que hablamos.

Acaso diréis lo segundo, que este modo de discurrir de la mayor parte de los doctores sobre esta profecía, es también prudentísimo por otro aspecto: pues también se endereza a no contristar fuera de tiempo y de propósito, a la soberana o madre común, mas por esto mismo debía decirse con humildad y reverencia, la pura verdad.
Lo que parece prudencia, y se llama con este nombre, muchas veces merece más el nombre de imprudencia, y aun de verdadera traición y tiranía.

Por esto mismo, digo, debían sus verdaderos hijos y fieles súbditos procurar contristar a la soberana madre común en este punto, y debían alegrarse de verla contristada, si por ventura viesen alguna señal de contristación: no porque os contristasteis, sino porque os contristasteis a penitencia como decía San Pablo a los de Corinto.
Esta contristación, que es según Dios, no puede causar sino grandes y verdaderos bienes; porque la tristeza que es según Dios engendra penitencia estable para salud; mas la tristeza del siglo engendra muerte.
Cualquier siervo, cualquier vasallo, cualquiera hijo hará siempre un verdadero obsequio y servicio a su señor, a su soberano, a su padre o madre, en contristarlos de este modo; y cualquier señor o soberano, o padre o madre, que no hayan perdido el sentido común, deberán estimar más esta contristación, que todas las seguridades vanas, fundadas únicamente en suposiciones arbitrarias, y conocidamente inverosímiles e increíbles.
Con la noticia anticipada del peligro, podrán fácilmente ponerse a cubierto, y evitar el perecer en él, mas si por no contristarlos, se les hace creer, que no hay tal peligro, la ruina será inevitable, y tanto mayor cuanto menos se tema.

(…) Consolada con estas reflexiones, parece muy posible y muy fácil, que se descuide en algún tiempo, y que resfriada la caridad, dé lugar a pensamientos indignos de su dignidad, sin hacer mucho escrúpulo en cometer aquellos mismos excesos de que el texto habla; no teniendo por fornicación, lo que no es en realidad. ¡Oh que consecuencia!

(…) Lejos está por ahora la piísima y prudentísima madre de indignarse contra quien le dice, con suma reverencia y con íntimo afecto, la pura verdad. Esto sería indignarse contra Dios mismo.
Mucho menos deberá indignarse si considera, que aquí no se habla de modo alguno de Roma presente, sino solamente de Roma futura, que es puntualmente de la que habla la profecía.
No tenemos razón alguna para temer que la cátedra de la verdad sea capaz de pronunciar aquella estulticia, que decía Jerusalén a sus profetas: habladnos cosas que nos gusten, ved para nosotros cosas falsas (Isai. XXX, 10); ni mucho menos de dar aquella sentencia inicua que dieron los sacerdotes y profetas contra Jeremías (de quienes él se queja por estas palabras): Y hablaron los sacerdotes y los profetas a los príncipes, y a todo el pueblo, diciendo: sentencia de muerte tiene este hombre, porque ha profetizado contra esta ciudad, como lo habéis oído con vuestras orejas (Jerem. XXVI, II).
¡Oh cuántos males, más que ordinariamente pudieran haberse evitado, y pudieran evitarse en adelante, si los que conocen una verdad no la ocultasen o desfigurasen por una contemplación, o respeto, o piedad conocidamente mal entendida: y si a lo menos no se empeñasen tanto contra la verdad!

No ignoramos que muchos de aquellos que llama el Evangelio hijos de la iniquidad, por odio de la Iglesia romana, a quien habían negado la debida obediencia, han abusado monstruosa e imprudentemente de este lugar de la Escritura Santa.
Pero ¿qué cosa hay, por verdadera y por santa que sea, de que no se pueda abusar?
Los malos hijos en lo que han dicho de Roma sobre esta profecía, han dicho injurias, calumnias e invectivas; han mezclado con infinitas fábulas una u otra verdad poco bien entendidas; han avanzado cosas que no es posible que ellos mismos creyesen.

Mas todo esto, ¿qué hace ni qué puede hacer al asunto presente?
Porque algunos han oscurecido algunas verdades, mezclándolas violentamente con fábulas y errores, ¿por eso no deberá ya trabajarse en sacar en limpio estas mismas verdades? ¿Por eso no se podrá ya separar lo precioso de lo vil? ¿Por eso deberemos negarlo todo, pasándonos enteramente al extremo contrario? Mayormente cuando estos insensatos aplicaban a la Roma presente con calumnias, lo que solo se puede entender con verdad de la Roma futura.

Lo que decimos de los delitos de la mujer, decimos consiguientemente de su castigo.
Roma, no idólatra, sino cristiana; no cabeza de un imperio romano, solo imaginario, sino cabeza del cristianismo, y centro de unidad de la verdadera Iglesia de Dios vivo, puede muy bien, sin dejar de serlo, incurrir alguna vez y hacerse rea delante de Dios mismo del crimen de fornicación con los reyes de la tierra, y de todas sus resultas.

En esto no se ve repugnancia alguna, por más que muevan la cabeza sus defensores.

Y la misma Roma en este mismo aspecto, puede recibir sobre sí el horrendo castigo de que habla la profecía. No es menester para esto que sea tomada de los étnicos; no es menester para esto, que vuelva a ser corte del mismo imperio romano, salido del sepulcro con nuevos y mayores bríos; no es menester para esto que los nuevos emperadores destierren de Roma la religión cristiana e introduzcan de nuevo la idolatría.

Todas estas ideas extrañas, todas estas suposiciones imaginarias, son en realidad unas vanas consolatorias, que no pueden ser sino de sumo perjuicio para Roma, si se fía en ellas.

El gran trabajo (y trabajo digno de llanto inconsolable) es que la profecía se cumplirá, según parece por esto mismo, quiero decir, porque nuestra buena madre se fiará más de lo que debiera de palabras consolatorias, no queriendo advertir que nacen solamente del respeto y amor de sus fieles súbditos, los cuales han mirado, y miran como un punto de piedad y aun de religión, el beatificarla a todas horas, y de todos modos.

¡Oh si nos fuese posible decirle al oído, de modo que aprovechase!, aquellas palabras que decía Dios a su antigua esposa, hablo solamente en este punto particular: Pueblo mío, los que te llaman bienaventurado, esos mismos te engañan, y malean el camino de tus pasos (Isai, III, 12).
No señora, no madre nuestra: no caeréis otra vez en el delito de idolatría. No es esta ciertamente la fornicación, que aquí se os anuncia; no os debe dar esto cuidado alguno, está muy lejos de vos, no menos que del texto y contexto de toda la terrible profecía.
Vuestra fe no faltará, y en esto os dicen la verdad todos vuestros doctores; pero mirad, señora, que sin faltar vuestra fe, puede muy bien faltar algún día vuestra fidelidad; sin faltar vuestra fe, puede muy bien verificarse en vos algún día otra especie de fornicación tan metafórica como la fornicación de los ídolos de la primera esposa de Dios, mas no menos abominable en sus divinos ojos, ni menos peligrosa para vos, ni menos funesta para vuestros fieles hijos, ni tampoco menos digna de castigo, y de un castigo tanto mayor cuanto son mayores vuestras obligaciones, y mayor el honor y grandeza verdadera a que os ha sublimado vuestro esposo, el cual habiéndose ido a una tierra distante para recibir allí un reino, y después volverse, os confió y encomendó tanto el gobierno de su casa, y el verdadero bien de su gran familia.
Si en esto os descuidáis algún día, por atender a vos misma, y cuidar de otra grandeza, que ciertamente no os compete, podéis temer, señora, con gran razón, que caiga sobre vos infaliblemente todo el peso de la profecía; mas tú por la fe estás en pie: pues no te engrías por eso, mas antes teme. Porque si Dios no perdonó a los ramos naturales, ni menos te perdonará a ti; escribía San Pablo a los Romanos.

Cuando el Mesías se dejó ver en Jerusalén, es cosa cierta, que no halló en toda ella ídolo alguno. Este delito abominable de la antigua Jerusalén estaba ya corregido, enmendado y purgado suficientemente.
Además de esto, el culto externo, o el ejercicio externo de la religión estaba corriente: el sacrificio continuo, la oración a sus tiempos, los ayunos prescriptos, las fiestas solemnes, el sábado, etc. todo se observaba escrupulosamente; había en ella muchos justos; toda la ciudad en suma, era y se llamaba con propiedad la santa ciudad, pues este nombre le da el Santo Evangelio aun después de la muerte del Mesías (Mat. XXVII, 53).
Con todo eso, Jerusalén estaba entonces en tan mal estado en los ojos de Dios, que el Mesías mismo lloró sobre ella, y no solamente la halló digna de sus lágrimas, sino también de aquel terrible anatema que fulminó contra ella en forma de profecía: vendrán días contra ti, en que tus enemigos te cercarán de trincheras, y te pondrán cerco, y le estrecharán por todas partes. Y te derribarán en tierra, y a tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra…
Esta profecía del hijo de Dios se verificó plenamente pocos años después, ni fue necesario para su perfecto cumplimiento que la ciudad volviese a la antigua idolatría, ni que fuese tomada por algunos príncipes étnicos, que desterrasen de ella la verdadera religión, y substituyesen el culto de los ídolos. Nada de esto fue necesario.
Jerusalén fue castigada, no por idólatra, sino por inicua; no por sus antiguos delitos, sino por aquellos mismos que el Señor la había reprendido máximamente en su sacerdocio, los cuales se pueden ver en los Evangelios que bien claros están.

La semejanza, pues, corre libremente por todas partes sin embarazo alguno, y la explicación por sí misma se manifiesta.” (Segunda Parte. Fenómeno III. El Anticristo, § 14 La mujer sobre la bestia).



Comentarios del Padre Castellani:

a) Cuando la estructura temporal de la Iglesia pierda la efusión del Espíritu y la religión adulterada se convierta en la Gran Ramera, entonces aparecerá el Hombre de Pecado y el Falso Profeta, un Rey del Universo qué será a la vez como un Sumo Pontífice del Orbe, o bien tendrá a sus órdenes un falso Pontífice, llamado en las profecías el “Pseudoprofeta”.

Léase bien este parágrafo: no dice que la Iglesia perderá la fe, como tampoco la Sinagoga había perdido la fe del todo cuando la Primera Venida. “En la cátedra de Moisés… Haced, pues, todo lo que os dijeren…”. La Gran Apostasía predicha por Cristo y San Pablo puede entenderse, sin exageración, de una manera ortodoxa. (Cristo, Sección Segunda: El Anticristo. 8. Las Dos Bestias, página 35).


b) ¿Qué ciudad es ésta finalmente? No lo sé yo: no calzan sus notas distintivas a las actuales urbes.

Las notas con que Juan la dibuja son:
una ciudad capitalista con un poder mundial;
un puerto de mar
y la cabeza o centro de una religión falsificada, idolátrica o política.

No calzan ahora estas tres notas a ninguna —“puede ser Roma o Londres o Nueva York o París o Moscú”, dice Newman—.

La última falta empero a Nueva York; la cual no es actualmente la Papisa de un falso culto, ni parece se encamine a eso; aunque ¡quién sabe! nada es imposible.

Esta herejía máxima que dijimos está en estado de emulsión en el ambiente actual, sólo necesita de un cristal base para precipitar y cristalizar rápidamente en forma abierta y organizada: un genio religioso, por ejemplo.

Volviendo a nuestras urbes capitalistas, Newman apuntó la idea de que la Babilonia arrasada podía designar todas las grandes urbes de Europa —más Buenos Aires— consideradas como una unidad maléfica; idea que recoge el poeta Paul Claudel en su librito, por lo demás lamentable, Introduction à L'Apokalypse, y el filósofo Josef Pieper en su denso y asentado estudio sobre el fin del tiempo.
No repugna esta hipótesis; con tal de excluir a Buenos Aires.

El Ángel que adoctrina a San Juan designa evidentemente a Roma, “la Ciudad de los Siete Montes”; pero que Roma sea también la última Babilonia designada, ni lo dice ni parece probable; aunque no faltan intérpretes, como Auberlen, Swete, Benson y Lacunza que supongan una Roma futura pervertida, capital del Anticristo.

¿No es peligroso decir esto, por ser llevar agua al molino de Lutero, el cual afirmó Roma era claramente según el texto la Gran Ramera, y por ende el Papa era el Anticristo?

Todo es peligroso; y sobre todo la verdad, para quienes no la aman; pero Lutero hablaba de la Roma Papal de su tiempo; y los intérpretes susodichos hablan de una futura Roma apóstata y depravada, que reduzca a las catacumbas otra vez a la Iglesia, como en tiempos de Pedro y Pablo.

Lo cual tampoco es imposible, aunque no parezca probable. (Apocalipsis, Visión Decimosexta: La Gran Ramera, páginas 221-223).



c) Y vi a la Mujer ebria de la sangre de los Santos y la sangre de los Mártires de Jesús y me asombré con grande asombro al verla.

Lacunza ha propuesto de estos versillos una exégesis ingeniosa que parece plausible:


Texto del Padre Lacunza:

“Nadie nos dice lo que significa en realidad, y propiedad, la embriaguez de la mujer, que a San Juan se hizo tan notable: vi aquella mujer embriagada de la sangre de los santos, y de la sangre de los mártires de Jesús.
Solamente nos acuerdan por toda explicación, que en Roma se derramó antiguamente mucha sangre de Cristianos, y suponen que será lo mismo cuando vuelva a ser idólatra, y se una en amistad con el Anticristo.
Mas ¿esto basta para llamarla ebria? Lo que produce la ebriedad, y la ebriedad misma, ¿son acaso dos cosas inseparables? ¿No puede concebirse muy bien la una sin la otra?
Cierto que si no hay aquí otro misterio, la palabra ebria parece la cosa más impropia del mundo. Yo no puedo creer, ni tengo por creíble, que la profecía solamente hable de lo material de Roma, o de sus piedras y tierra que recibieron la sangre de los mártires; pues la ebriedad no puede competer a una cosa inanimada, aunque esté llena de lo que causa la ebriedad.
Mas se podrá llamar propiamente ebria de vino, si sus habitadores hacen de este vino un uso inmoderado y excesivo, de modo que produzca en ellos aquel efecto que se llama embriaguez; esto es, que los desvanezca, que los turbe, que les impida el uso recto de su razón.
Lo mismo, pues, decimos a proporción de la ebriedad de la sangre de los santos, que reparó San Juan en la mujer. Esta ebriedad metafórica no puede consistir precisamente en que haya dentro de Roma mucha sangre de santos, sino en que sus habitadores hagan de esta sangre un uso inmoderado y excesivo; en que esta sangre se les suba a la cabeza y los desvanezca, los desconcierte, los turbe; en que esta sangre los llene de presunción, de nimia confianza, de vana seguridad: y por buena consecuencia los llene de insipiencia, de temeridad, o también de somnolencia y descuido, que son los efectos propísimos de la ebriedad.
La misma profecía explica estos efectos, y esta vana seguridad de la mujer, la cual embriagada de la sangre de los santos, y al mismo tiempo sumergida en gloria y delicias, decía dentro de sí: Yo estoy sentada reina, y no soy viuda, y no veré llanto. Y por esta misma seguridad vanísima (prosigue la profecía), vendrá sobre ella todo lo que está escrito: por esto en un día vendrán sus plagas, muerte, y llanto, y hambre, y será quemada con fuego, porque es fuerte el Dios que la juzgará.
En este sentido, que parece único, estuvo ebria en otros tiempos Jerusalén la cual era entonces nada menos que lo que es ahora Roma, la ciudad santa, y la corte o centro de la verdadera Iglesia de Dios. Estuvo ebria, digo, no solamente de la sangre de sus profetas y justos, que ella misma había derramado, como si esta sangre la debiese poner en seguro, e impedir el condigno castigo, que merecía por sus delitos.
Así la reprende Dios por sus Profetas de esta confianza inordenada, y sumamente perjudicial, que la hacía descuidar tanto de sí misma, y multiplicar los pecados sin temor alguno, diciéndoles: ¿Pues qué, puede el Señor aplacarse con millares de carneros, o con muchos millares de gruesos machos de cabrío? (Mich. VI, 7)... ¿Por ventura comeré carnes de toros? ¿o beberé sangre de machos de cabrío (Ps. XLIX, 13)?
Y por lo que toca a la confianza inordenada y vana de la sangre de sus profetas y justos, el mismo Mesías se explicó bien claramente, cuando les dijo: ¡Ay de vosotros... que edificáis los sepulcros de los profetas, y adornáis los monumentos de los justos! Y decís: si hubiéramos vivido en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido sus compañeros en la sangre de los profetas... llenad vosotros la medida de vuestros padres (Mat. XXIII. 29, 30, et 32).
Es claro que el Señor no condena aquí la piedad de los que edificaban y adornaban los monumentos de los profetas y justos, sino su nimia confianza en estas cosas, como si con ellas quedasen ya en plena libertad para ser inicuos impunemente. Así, concluye el mismo Señor diciéndoles, que no obstante esta sangre y estos monumentos de tantos profetas y justos, vendrán infaliblemente sobre ellos todas las cosas que están profetizadas.” (Segunda Parte. Fenómeno III. El Anticristo, § 14 La mujer sobre la bestia).


Sigue el Comentario del Padre Castellani:

La exégesis común los interpreta del furor persecutorio con que la Roma de Nerón y Domiciano derramaba sangre de cristianos.

Eso puede andar del typo; pero ¿el antitypo?

La sangre no emborracha, no produce euforia ni ufanía. Los Romanos salían tristes del Anfiteatro después de aquellas orgías de sangre y muerte, nos dice Tertuliano...

La Mujer Perdida se glorifica a sí misma ahora, con la sangre de los mártires y las loas de los Santos; se ufana y emborracha con ellas. Exactamente como dijo Cristo a los judíos: “vuestros padres mataron a los Profetas, y vosotros les levantáis monumentos, y os ufanáis con sus nombres, diciendo: si hubiéramos vivido entonces, no hubiésemos matado a los Profetas; y ahora estáis fraguando dar muerte al último y mayor de todos los Profetas”.

La religión adulterada hace gala de la fama de los antiguos santos muertos; y persigue a los santos vivos.

“¡La misa cantada en Barcelona” de Havelock Ellis! El actual “modernismo religioso” se apropia de las glorias terrenas de la Religión: de las catedrales góticas y románicas (…); y en una palabra, toda la “añadidura” del Reino de Dios, que la Cristiandad suscitó. También es de ellos la “espiritualidad”, la “fraternidad” y el “humanismo”. (Apocalipsis, Visión Decimosexta: La Gran Ramera, página 216).



d) El hecho de que la Ramera esté cabalgando la Fiera no significa forzoso que la quiera; la oprime y se sirve de ella, como ahora el Capitalismo al Comunismo.
Indica eso sí que son de igual ralea. Y expresamente lo dice San Juan: que los diez Cuernos y la Fiera “i odiant Fornicariam et destruent eam” odian y destruirán a la Forneguera.
Posiblemente, del Comunismo saldrá el Anticristo, sin ser él mismo comunista mas egolatrista; y el Comunismo destruirá a Babilonia, la ciudad capitalista. La Urbe Prostituida está investida del falso cristianismo; el cual el Anticristo incorporará a su propio sacrílego sistema por medio del Pseudoprofeta. (Apocalipsis, Excursus I: Notas Críticas a la Segunda Parte, Tomo I de Lacunza, 6., página 272).



5) EL OBSTÁCULO

Texto del Padre Lacunza:

“Este cuarto reino o imperio de hierro, empezó a formarse desde el quinto siglo de la era cristiana, con la irrupción, que llaman de los bárbaros, los cuales como un torrente impetuoso y universal, inundaron, y arruinaron todas las provincias del imperio romano; o, siguiendo la semejanza de que usa la profecía, así como el hierro doma y quebranta todas las cosas por duras que sean, así esta multitud innumerable de gentes unas por el oriente, otras por el occidente, casi nada dejaron que no quebrantasen domasen, y desmenuzasen: Y el cuarto reino será como el hierro. Al modo que el hierro desmenuza, y doma todas las cosas, así desmenuzará, y quebrantará a todos estos.

Este es el primer distintivo. En consecuencia, pues, de este destrozo casi universal, estas mismas gentes se dividieron entre sí todo el terreno, y formaron entre todas un reino o imperio del todo nuevo, diferentísimo de los otros tres.

¿Cuál es este? Es el mismo que actualmente vemos, y que hemos visto muchos siglos ha. Y este es el segundo distintivo. El reino será dividido.

Un reino será dividido; un reino de muchas cabezas, un reino compuesto de muchos reinos particulares, todos independientes, un reino cuyas partes confinan entre sí, como los dedos en los pies, comercian entre sí, se comunican, se ayudan mutuamente; pero jamás se unen de un modo que formen una misma masa. En una palabra: estas partes componen un todo, y al mismo tiempo conservan escrupulosamente su división, y su total independencia.

Los tres primeros reinos de la estatua, aunque compuestos de diferentes partes, o de diferentes pueblos y naciones, todas ellas se reunían bajo una sola cabeza, o física o moral, a quien reconocían, y a cuyas órdenes se movían. El reino cuarto no es así. Se compone, es verdad, de muchas partes diversas entre sí, de muchos reinos, repúblicas, principados y señoríos; pero cada cual es aparte es una pieza, que se mueve por sí misma con movimiento particular; es absoluta e independiente, reconoce su cabeza propia y peculiar.

No obstante esta división, no obstante este movimiento particular de cada una, todas ellas se reúnen al fin, casi sin advertirlo, o a lo menos sin poder resistirlo, en unos mismos principios, en unos mismos intereses, en unas mismas leyes generales, necesarias para la conservación de todo el compuesto, y de todas y cada una de las partes que lo componen. Estos principios y leyes generales se reducen a una sola palabra, que todo lo comprende, y todo lo explica con suma propiedad, esto es, el equilibrio propísimo, y necesarísimo para que las partes no se destruyan, antes se sostengan mutuamente por el interés general de todas; y así se conserva indemne todo el compuesto en la misma división e independencia de sus partes.

Sin esto pudiera con razón temerse, que alguna de las partes con la agregación de otras se hiciese tan grande, que dominase sobre todas, y ya teníamos en este caso otro reino o imperio, semejante a los tres primeros, el cual falsificara ciertamente la profecía.

Mas no hay que temerlo; la profecía se cumplirá infaliblemente; porque Dios ha hablado, y las partes mismas que componen este todo singular, tendrán buen cuidado, como hasta ahora lo han tenido, de mantener su independencia, y conservarse divididas. El reino será dividido.

Dice más el Profeta de Dios, y este es el tercer distintivo, que este cuarto reino, aunque nacido, de vena de hierro, de aquel hierro fortísimo que a fuerza de golpes reiterados había hecho vomitar a la estatua, todo cuanto había devorado, y encerraba en su vientre, aunque su origen y raíz fuese el hierro mismo; no por eso sería sólido y duro como el hierro, sino parte sólido, y parte quebradizo. Esto significa, dice él mismo, estar mezclado el hierro con la greda en los dedos de los pies: Y los dedos de los pies en parte de hierro, y en parte de barro cocido, en parte el reino será firme, y en parte quebradizo.

¿Y qué otra cosa nos ha mostrado hasta ahora la experiencia? En la agitación y movimiento de todas las partes de este reino, en el choque casi continuo de unas con otras, en los golpes terribles que se han dado entre sí, ninguna otra cosa ha sucedido, sino que lo que era de hierro, ha quedado sólido y duro; y lo que era de greda, ha padecido necesariamente algunas quiebras, uniéndose después, ya con una, ya con otra, según la mayor o menor fuerza de la parte chocante.

Mas las partes sólidas, o los reinos particulares, lejos de unirse entre sí, después de los golpes que se han dado, por eso mismo se han endurecido y consolidado más, y han quedado más divididos y más independientes. ¡Qué guerras tan sangrientas y tan obstinadas! ¡Qué batallas por mar y por tierra! ¡Qué máquinas! ¡Qué invenciones! ¡Qué preparativos! ¡Qué gastos! Parecía muchas veces que las partes del reino se iban a destruir infaliblemente. Parecía que alguna o algunas de ellas crecerían notablemente, convirtiendo a las otras en su propia sustancia; mas el efecto mostraba bien presto la verdad de la profecía; El reino será dividido, en parte firme, y en parte quebradizo.

Finalmente, concluye el profeta señalando el último distintivo: estas partes o reinos particulares, que componen el cuarto reino o imperio célebre, se unirán muchas veces entre sí con aquella especie de unión, que parece la más estrecha e indisoluble, cual es el matrimonio; mas no por eso dejarán de quedar tan divididas, como estaban antes. Se mezclarán por medio de parentelas, mas no se unirán el uno con el otro.

Este distintivo parece tan claro, y tan conforme con el evento, que no ha menester otra explicación que una mediana noticia de la historia. Quién vio, por ejemplo, a Felipe II, rey de España; contraer matrimonio con la reina propietaria de Inglaterra, pensaría sin duda, que aquellos dos reinos, duros y sólidos, se iban a unir entre sí para formar entre los dos un solo reino; mas a pocos días mostró el suceso todo lo contrario. Quedaron aquellos reinos tan divididos como antes, y mucho más que antes. De este modo podemos discurrir por innumerables uniones de éstas, que nos ofrece la historia, y no son de este lugar.

En suma: desde que se fundó este cuarto reino, se fundó dividido. Las partes que lo componen, aunque todas tienen un mismo origen, que es el hierro, aunque todas confinan entre sí, como confinan los dedos en los pies, divididas empezaron, y divididas han perseverado sin interrupción. No se ha podido hasta ahora, ni se podrá jamás hacer de todas ellas un reino o un imperio, semejante a los tres primeros, que reconozca y se sujete a una sola cabeza. El reino será dividido... se mezclarán por medio de parentelas, mas no se unirán el uno con el otro; o como leen las otras versiones, no se unirá esto a eso otro, o el uno con el otro.

Porque el conocimiento de este reino cuarto nos es absolutamente necesario para poder entender la segunda y principal parte de la profecía, a donde ella se dirige, parece necesario tener presente, lo que sobre esto se halla en los doctores, y el modo con que pretenden acomodar al imperio romano los cuatro distintivos de que acabamos de hablar. Con esto podremos fácilmente comparar una explicación con otra, y pesadas ambas en fiel balanza, hacer una prudente elección.

Primer distintivo

El cuarto reino será como el hierro. Al modo que el hierro desmenuza, y doma todas las cosas, así desmenuzará y quebrantará a todos estos.

Esta semejanza, dicen, le cuadra perfectamente sólo al imperio romano, el cual creció, y se engrandeció tanto como sabemos, quebrantando y domando todos los otros reinos, pueblos y naciones, como el hierro doma y quebranta todas las otras cosas.
Si esto es verdad o no, lo pueden decidir los que tuvieren suficiente noticia de la historia romana. A nosotros nos parece claro, que los dos verbos quebrantar y desmenuzar, hablando de los Romanos y de sus conquistas, son muy impropios; y su verdadero significado no concuerda con los hechos.
¿Con qué propiedad, ni con qué razón se puede decir de los Romanos que sujetaron a los otros pueblos a su dominación a fuerza de duros golpes de martillo? Qué ¿los quebrantaron, qué los desmenuzaron, qué los molieron, al modo que el hierro desmenuza, y doma todas las cosas?
Otra idea muy diversa nos da la historia, y aun la misma Escritura divina nos dice, hablando de los Romanos, como eran poderosos en fuerzas, y que venían en todo lo que se les pedía, y que cuantos se llegaron a ellos, habían ajustado con ellos, amistad... y habían conquistado toda la región por su consejo y paciencia (Machab. VIII, 1, 3). Cotejad estas últimas palabras: poseyeron los Romanos todo lugar con su consejo y prudencia; con aquellas otras, todo lo poseyeron golpeando, quebrantando, desmenuzando, moliendo; y veréis qué diferencia y qué contrariedad.
¿Cuánto mejor le compete todo esto a aquella innumerable multitud de bárbaros, que acometieron por todas partes al mismo imperio romano y lo destruyeron? De estos sí que podemos decir con toda verdad y propiedad: todo lo domaron, lo quebrantaron, lo desmenuzaron, lo molieron, al modo que el hierro desmenuza, y doma todas las cosas; y también, que todo lo poseyeron, sin más prudencia ni consejo, que su propio furor, y su propia y natural barbarie.
Ahora, amigo, si este primer distintivo del cuarto reino que es el que mostraba alguna apariencia, se halla mirado de cerca, inacomodable al imperio romano, ¿qué pensáis será de los otros tres?


Segundo distintivo

El reino será dividido. Esto se verificó, según unos, en los dos imperios, o en las dos partes del mismo imperio, dividido en imperio de oriente y de occidente; que el primero duró más que el segundo; sin duda porque el primero era de hierro, y el segundo de greda. Según otros esto se verificó en las cabezas de partido que fomentaron con tanta obstinación las guerras civiles; pues unos se rompieron como un vaso de barro, y otros permanecieron duros como el hierro.


Tercer distintivo

En parte el reino será firme, y en parte quebradizo. Esto se verificó, según unos, cuando el imperio romano se dividió en imperio de oriente y de occidente. Esto se verificó, según otros, que son los más, en tiempo de las guerras civiles entre Mario y Sila, entre César y Pompeyo, entre Augusto y Antonio. En ese tiempo el imperio romano fue como un reino dividido.


Cuarto distintivo

Se mezclarán por medio de parentelas, mas no se unirán el uno con el otro. Esto se verificó, según unos, cuando César y Pompeyo se reconciliaron e hicieron amigos; y para que la amistad fuese durable, Pompeyo le dio a César su hija en matrimonio. Lo mismo hizo después Augusto con Antonio; y no obstante estos casamientos, siempre fue adelante la división y la discordia.

Yo no me detengo en hacer nuevas reflexiones sobre la acomodación de estos tres últimos distintivos, porque algo hemos de dejar a los lectores. Me contento solamente con pedir a todos los intérpretes de la Escritura, y a otros muchos escritores que han tocado este punto, que me señalen en el imperio romano, y esto con distinción y claridad, los pies y dedos de la estatua, en parte de hierro, en parte de barro cocido; de modo, que todos ellos estén juntos, coexistentes, y en estado de recibir todos a un mismo tiempo el golpe de cierta piedra, que debe caer sobre ellos, y hacerlos polvo.

Este es, señor mío, el gran trabajo, la gran dificultad, el sumo embarazo. Lo que hasta aquí hemos visto y observado, es realmente nada, respecto de lo que queda.” (Segunda Parte. Fenómeno I. La estatua de cuatro metales del capítulo II de Daniel, § 6, El cuarto reino).



Comentarios del Padre Castellani:

a) La idea de ver al feudalismo europeo en los pies de la Estatua puede conciliarse con la exégesis patrística, que ve en piernas y pies al Imperio Romano, admitiendo que Roma Perennis se prolongó en Europa, como afirma resueltamente Santo Tomás y los medievales todos, y explica egregiamente Hilaire Belloc en Europa y la Fe, Las Grandes Herejías, La Crisis de Nuestra Civilización, Esto Perpetua, The Historic Thames; así como en muchos ensayos, Robert the Strong, The Roman Road in Picardy, en Selected Essays, London, Methuen, año 1950. (Apocalipsis, Excursus I: Notas Críticas a la Segunda Parte, Tomo I de Lacunza, 2., página 271).



b) Según San Pablo, hay algo que ataja la manifestación y el triunfo (la gran Apostasía) del Anticristo; cuyo espíritu sin embargo ya entonces está en obra; como lo nota también San Juan: “muchos se han hecho ahora Anticristos”.

Ese algo San Pablo lo pone en neutro y en masculino, participio presente: “Lo que ataja” y “el Atajador”. San Pablo había dicho a los cristianos de Tesalónica qué cosa era ese Obstáculo-Obstaculizante misterioso; “a ellos sí, pero no a nosotros” exclama San Agustín.

Sin embargo él, como los demás antiguos Padres, vieron el Obstáculo en el Imperio Romano, que con su organización política, su genio jurídico, su disciplinado ejército y su férreo orden externo, impedía la explosión de la Iniquidad siempre latente; y en el masculino participio presente, al Emperador.

Tanto fue así que al periclitar y disgregarse del Imperio de Roma bajo las invasiones bárbaras; y al disminuir gradualmente la autoridad de los Emperadores, ante la asunción del poder absoluto por los reyezuelos comandantes del Ejército, en grandes fragmentos del Imperio, creyeron los cristianos cercano el Anticristo.

Cuando la segunda invasión y saqueo de la Urbe por los vándalos, San Jerónimo desde Belén escribe a Ageruchia que probablemente están cercanos los tiempos novísimos y el Anticristo.

No se reveló el Anticristo. Y entonces la exégesis patrística rectificó su punto de mira sin abandonarlo: el Imperio Romano es el Obstáculo; pero no propiamente su Emperador personal, sino su estructura formal, el Orden Romano, que se conserva y aún se completa en la inmensa creación político-cultural llamada la Cristiandad europea.

Newman admite que el Imperio ha durado hasta sus días, en los “diez Reinos” que de él brotaron; e incluso un “Emperador de los Romanos” ha habido siempre hasta la Revolución Francesa, nominal al menos y no sólo nominal en los más grandes de ellos, Carlomagno y Carlos Quinto. Napoleón Bonaparte quitó su título y su poder al último Rey del Sacro Imperio Romano Germánico, Francisco II de Austria, creando en 1806 la Confederación del Rhin, preludio de la inminente hegemonía de Prusia.

Santo Tomás en su Comm. ad Thess. II después de preguntarse: “El Imperio Romano cayó y no se reveló el Anticristo…” responde tranquilamente: “El Imperio no ha desaparecido”, y se remite al Sermón de Pascua de San Gregorio el Magno.

El orden más o menos imperfecto pero vigente de esta que llaman hoy la Civilización Occidental atajó hasta hoy la inundación de la Iniquidad.

Hoy vemos dos fuerzas universales poderosísimas, Capitalismo y Comunismo, en la tarea de destruirla: aunque el Capitalismo diga que su intención es defenderla; pues tiene la insensata pretensión de conservar sus frutos destruyendo su raíz; o para hablar como el Evangelio; quiere primero la Añadidura y después el Reino de Dios; o sin el Reino de Dios. (Apocalipsis, Excursus G: El Anticristo personal, páginas 152-153).



c) Excursus L: El Imperio.

La exégesis patrística se hizo dos curiosas imágenes contrapuestas del Imperio Romano; por un lado, él es la Fiera; por otro, él es el Obstáculo que impide la manifestación de la Fiera; con la añadidura de que piensan el Imperio Romano —o al menos, la Romanidad— durará hasta el Anticristo.
Es que el Imperio de Augusto —y de Nerón— realmente presentaba a los cristianos primeros dos aspectos contrapuestos. Desenredemos este enigma.
Por un lado, el Imperio representaba simplemente la Civilización: con su estricta y hasta hoy insuperada organización política, modelo de las naciones modernas; con su genio jurídico, su ejército disciplinado, su flexible organización federal, mantenía el Orden Romano en los numerosos pueblos que lo componían, “Hay que obedecer al Emperador”, ordenaban a los fieles San Pedro y San Pablo; el cual “apela al César”, que al fin habrá de hacerlo decapitar. El es el Katéjos.
Oigamos a San Pablo: “¿Os es lícito a vosotros azotar a un ciudadano romano sin haberlo juzgado?”.
Ya estaba amarrado a la columna, y el Centurión despavorido —y el Tribuno también más tarde— lo suelta de inmediato, como si fuera un Oficial inglés: “habeas corpus”.

Pero el Emperador —diez Emperadores consecutivos— era el atroz perseguidor de los cristianos; San Juan ve en él la imagen del Anticristo. Si el primero de los Césares y que les dio su nombre, el verdadero creador del Imperio, pareció merecer trono y diadema por su genio personal; si el segundo los justificó más o menos por una cierta medida de piedad y de sensatez política; el tercero fue un monstruo, y tuvo por sucesores no pocos idiotas y dementes. Este era el otro aspecto que, enorme y todo, no conseguía derrotar en los cristianos la confianza en la estructura civilizada de la sociedad, de que el César era la clave de arco.
De modo que cuando los Santos Padres siguientes opinan el Anticristo futuro restaurará el Imperio de Augusto, miran más bien este último aspecto. El Emperador Plebeyo imitará a Augusto, o más bien a Nerón, primeramente en la guerra a Cristo; también en la rigidez implacable, la organización cerrada, y el poder absoluto y “totalitario” de la creación de Julio César: la inhumanidad del paganismo, que pondera San Pablo.

Y que el Imperio durará hasta el Anticristo, se halla fácil en Daniel; el Profeta que parece hallarse como un puente entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento.
De modo que cuando se partió en dos primero, y después en muchas partes (siglo V, Rómulo Augústulo) los Padres persistieron en verlo subsistente en forma de Romanidad, de Orden Romano; la Iglesia y el Ejército mantenían el orden esencial y la actividad civilizadora en el enorme cuerpo; cosas a que los últimos Emperadores realmente no habían ayudado mucho, más bien al contrario, San León Magno, en su Sermo de Apostolis tranquilamente afirma que el Imperio subsiste en la Cristiandad, mejorado incluso. Y esa idea va a seguir reinando durante todo el Medio Evo, afirmada rotundamente por Santo Tomás: “¿Cómo es que el Imperio ha caído, y no ha aparecido el Anticristo?”. “No ha caído”, responde sin más el Aquinense.
Añádase a esto que, sea encarnado en un Monarca galo, sea en un Monarca alemán, sea al fin en un Monarca español —Carlos Quinto, “emperador de Occidente”— existió siempre hasta nuestros días (1806) un Rey en Europa con el título de Emperador Romano (“Rey de Romanos, Emperador del Sacro Romanogermánico Imperio”).
Él último de ellos fue Francisco José I de Austria, despojado de su título —y sus súbditos, al menos nominales— por Napoleón I; el cual representó el cuarto o el quinto intento de unificar a Europa (o sea, reconstituir el Imperio) ideal que ha sido constantemente el sueño de los grandes estadistas europeos; y ha venido a refugiarse hoy en el seno de la NATO.

Es lógico que si el Anticristo habrá de ser un Rey Universal y dominar una federación de pueblos, calcará su dominio sobre el Imperio Latino; que es el que ha tenido más éxito en el mundo, más que el de Carlos V en el siglo XVI, más que el de la Reina Victoria —y Disraeli— en Inglaterra. El Imperio Romano fue el que creó nuestra actual civilización; y no son más que fragmentos del los grandes reinos europeos. Reléase el sueño grandioso del Dante gibelino en su De Monarchia.

Esta restauración perversa de Roma —que dejará de lado lo que ella tenía de sano y de humano por lo que tenía de férreo; pues el antiguo paganismo fue sólo una torcedura, mas el neopaganismo es una corrupción— es la que llena las calificaciones aparentemente contradictorias que San Juan adjudica a la Fiera: “será la Octava, y será de las Siete”; “tuvo una herida de muerte, y revivió”; “la Bestia que era y no es”, y sin embargo va a ser... Es la resurrección de un imperio que ha caído, la cual llena de asombro a las gentes y las lleva a idolatrarlo, mediando la “propaganda” del sacerdocio mundano. La exégesis de los Santos Padres y de los teólogos medievales —resumidos en Andrés de Cesárea y Alberto el Magno— se ha de mantener. Otras “resurrecciones” propuestas son insuficientes o ridículas.

Con esto vemos mucho mejor ahora la exégesis tradicional de la Estatua Polimetálica de Daniel. Los cuatro metales del gigantesco ídolo representan cuatro grandes imperios que han de sucederse; de los cuales el primero, fijado por Daniel mismo, es el babilónico de su amo Nabuco; el último, el de hierro, es el Romano, según la exégesis unánime —dejando la exégesis singular de Solovief, que quiere ver en él el greco-macedónico, y el Romano en el Guijarro-Monte que cubre toda la tierra— y según la más obvia razón histórica; y para más abundamiento, Cristo mismo lo fijó al atribuirse solemnemente a sí mismo el título de Hijo del hombre; el cual, según Daniel, viniendo “sobre las nubes del cielo” de parte de Dios, habrá de reemplazar a los Imperios con el “reino eterno de los Santos”, después del Cuarto de la profecía.

Las piernas de la Estatua son de hierro, y en su extremidad, de hierro y tierra greda. De ahí que ese imperio se parte y fracciona. Los Santos Padres vieron ciertamente el fraccionamiento de Roma, primero en dos partes, Roma y Bizancio, después en los diversos dominios que se adjudicaron paulatinamente los “comandantes” del Ejército Romano, bárbaros de origen casi todos, pero educados por Roma, raíces de las grandes naciones de la Cristiandad europea. Mas pare Ud. de contar: más que eso naturalmente no vieron. No pudieron saber por falta de perspectiva histórica qué significaba el que “las diversas partes se mezclaban entre ellas por medio de Semilla de hombres; pero no conseguían consolidarse, pues había greda mezclada al hierro” (II, 43). Sin embargo, persistieron en decir el Imperio Romano se mantenía en otra forma: la Cristiandad europea.

El feudalismo: sabemos que los Reyes, Caudillos y Señores feudales por medio de matrimonios trataban de extender sus dominios y fundirlos en mayores reinos; pero los matrimonios entre herederos, así como reunían, así también dispersaban por las “guerras dinásticas”: ¡la guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra!
Por eso “ese imperio será en parte sólido y en parte desmenuzado”. Donde la Vulgata dice “semine humano” el griego de los LXX traduce “eis guénesim anthropoón”, por nacimiento de hombres, o sea por matrimonios y herencias. Prolongación de la Romanidad en la Cristiandad hasta 1806.

Estos reinos de fierro y barro se prolongan hasta la Parusía; la Estatua dura manifiestamente hasta la Segunda Venida, no desaparece a la primera. Eso es hoy día manifiesto, y está en el texto sacro. He aquí las pruebas:

1. El Imperio y sus Emperadores no desaparecen a raíz de la fundación de la Iglesia; subsistió el Imperio de los Césares hasta el año 476; o si quieren, hasta el 800. Un Emperador Romano en el siglo IV oficializó el Cristianismo.

2. La Iglesia no se convirtió ya entonces en “un monte grande que cubrió toda la tierra” ni tampoco durante la Edad Media ¡ni siquiera ahora!

3. La Iglesia no es ahora ni fue nunca un reino terreno triunfante, como lo pinta Daniel. En el cielo es “Triunfante”, en la tierra es un reino militante y paciente.
El Reino triunfador de los Santos que “nunca será destruido ni será dado a otros”, no ha venido todavía.
A más abundamiento, en la visión de las Cuatro Fieras (Capítulo VII) que en nuestra opinión no es coincidente pero es paralela a la de la Estatua, la Cuarta Fiera desemboca explícitamente en el Anticristo, el cual es retoño de ella.
Para los que opinan es coincidente, como toda la exégesis antigua, mucho más claro todavía.
Así que el Anticristo restaurará el Imperio Romano, como lo enseñó categóricamente ya en el siglo II el santo mártir Hipólito.

Algunos pocos han avanzado hoy día que la “herida mortal sanada” podría ser el reino
israelí, “un cuerno pequeño que crece casi de golpe”; pero eso no tiene autoridad respaldante, y es muy improbable a simple vista.

Será si acaso el punto de partida de la Fiera; según la Patrística —y el mismo Hipólito para empezar— el Anticristo comenzará por ser Rey o Jefe de los Judíos, que se le adherirán creyéndolo su verdadero Mesías; hasta que los desengañe cruelmente, pues llegado a la cúspide perseguirá todas las religiones, “incluso la de sus padres”.

Los sucesos actuales parecen correr en esa dirección: los judíos pérfidos —no todos lo son ni mucho menos poseen hoy día por medio de las “Finanzas” un poder enorme en el mundo; según William B. Carr en su libro Títeres en el Tablado— son ellos principalmente los que habrían derrotado poco ha “a tres Reyes”, Italia, Alemania y Japón; siendo para ello Roosevelt, Churchill y De Gaulle simples “títeres”.

Y un pequeño reino hasta ahora de tendencia socialista ha surgido en el mundo ¡y con qué ganas! después de 20 siglos de diáspora israelí, cuya capital por ahora no es Jerusalén.
A modo de curiosidad y cola, notaré que hay intérpretes aventurosos que adelantan el reino del Anticristo será Norteamérica, o las tres Américas. Según ellos, las notas de la Gran Cortesana de la Visión 16ª corresponden punto por punto a New York; hipótesis que hace las delicias de algunos envidiosos. O bien, dicen otros lo mismo de Londres a quien R. H. Benson en su admirable novela Señor del Mundo hace la capital de su Anticristo, “la Presidante de Uropo”.

Leí hace poco un enorme comentario del Apokalipsis de un religioso claretiano del Ecuador: Athon Bileham (pseudón. Prof. Semin. Quito, Edic. Ricke, 1955, 672 págs. in-8, 42 ilustraciones Víctor Mideros, pinx.) que es la más perfecta amalgama de… en fin, no lo juzguemos, por patriotismo hispánico: al fin es hombre devoto y pío, y posee aprobaciones eclesiásticas. Pues bien, éste se las tiene tiesas contra los ingleses, Dios sabe por qué, a quienes llama “herejes nicolaítas”, y no hay cosa fea que se pueda enganchar en la profecía que no se las enganche a ellos. Pobres ingleses. Yo creo o espero se van a convertir al catolicismo; pues poseen como pueblo muchas y nobles virtudes naturales. Me baso débilmente en una profecía del célebre P. Rickaby, S. J. Y sobre todo, en la sangre de Tomás Moro.

Vagabundias y novelerías de las cuales no tiene la culpa el Apokalypsis; ni yo.

No poseemos todavía datos para precisar más las difíciles visiones de Juan el Águila. Se son rose, fioriranno. Qui vivra, verrá. Lo que sea, sonará.

La máxima sobriedad y cautela es comandada en la interpretación de estos oráculos; que sin embargo deben ser interpretados; sobriedad que hemos procurado guardar, pidiéndola además insistentemente al Ángel de la Profecía. (Apocalipsis, Excursus L: El Imperio, páginas 285-291).



6) LA NUEVA JERUSALÉN

Comentario del Padre Castellani:

Si habrá una perfecta ciudad real y física después de la Resurrección, es cosa que no puedo saber: puede que sí, puede que no, puede que quién sabe.

Lacunza pone dos por falta de una —por el mismo precio podía haber puesto tres—, a saber: la Jerusalén “del cielo”, bajada realmente del Empíreo y morada de los primeros resucitados; y la Jerusalén de la tierra, reedificada por los judíos convertidos, con su Templo, sus ceremonias, e incluso los sacrificios y holocaustos de la Ley Mosaica; centro de las peregrinaciones de todo el mundo durante los mil años; en los cuales él cree como fierro.

No comprendo cómo los judíos actuales no han hecho más fiestas al libro del buen don Manuel Lacunza, que es la defensa y apología más grande de la raza judía que se ha escrito en el mundo; tanto que los censores romanos que lo metieron en el índex creyeron, era la obra de un judío disfrazado que se fingía cristiano. (Apocalipsis, Visión Veinteava: La Nueva Jerusalén, página 253).



7) RESUMEN DE TODO

El Misterio de Iniquidad es el odio a Dios y la adoración del hombre.

Las Dos Bestias son el poder político y el instinto religioso del hombre vueltos contra Dios y dominados por el Pseudo Cristo y el Pseudoprofeta.

El Obstáculo es, en nuestra interpretación, la vigencia del Orden Romano.

La Gran Ramera es la religión descompuesta y entregada a los poderes temporales, y es también la Roma étnica, donde este Misterio de Iniquidad se verificó por vez primera, a los ojos deslumbrados de Juan el último Apokaleta.

La adoración del hombre con el odio a Dios ha existido siempre. “Ya funciona el Misterio de Iniquidad —dice San Pablo a los de Tesalónica—; solamente está sujetado, y vosotros sabéis cuál es el Obstáculo”.

El Misterio de Iniquidad es el principio de la Ciudad del Hombre, que lucha con la Ciudad de Dios desde el comienzo; es la raíz de todas las herejías y el fuego de todas las persecuciones; “es la quietud incestuosa de la criatura asentada sobre su diferencia específica”; es la continua rebelión del intelecto pecador contra su principio y su fin, eco multiplicado en las edades del “No serviré” de Satanás.

La cúspide del Misterio de Iniquidad es el odio a Dios y la adoración idolátrica del Hombre.

El Misterio de Iniquidad tiende a corporizarse en cuerpo político y aplastar a los santos.

Él fue quien condenó a Sócrates, persiguió a los profetas, crucificó a Jesús, y después multiplicó los mártires; y él será quien destruya la Iglesia, cuando, retirado el Obstáculo, se encarne en un hombre de satánica grandeza, plebeyo genial y perverso, quizá de raza judía, de intelecto sobrehumano, de maldad absoluta, a quien Satán prestará su poder y su acumulada furia.

La Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, obstaculiza esa manifestación y la reduce, apoyada en el orden humano que el Imperio Romano organizó en cuerpo jurídico y político; pero llegará un día, que será el fin de esta edad, en que desaparecerá el Obstáculo.

El Espíritu Santo abandonará quizá este cuerpo social histórico, llamado Cristiandad, arrebatando consigo a la soledad más total a los suyos, dándoles dos alas de águila para volar al desierto.

Y entonces la estructura temporal de la Iglesia existente será presa del Anticristo, fornicará con los reyes de la tierra —al menos una parte ostensible de ella, como pasó ya en su historia—, y la abominación de la desolación entrará en el lugar santo. “Cuando veáis la desolación abominable entrar adonde no debe, entonces ya es”.

¿Será el reinado de un Antipapa, o Papa falso?
¿Será la destrucción material de Roma?
¿Será la entronización en ella de un culto sacrílego?

No lo sabemos.

Sabemos que el Apokalypsis, al describir la Gran Prostituta, señala con toda precisión “la ciudad de las siete colinas”: interpretación dada por el mismo Ángel que a San Juan adoctrina. (Cristo, Sección Primera: La Parusía. 6. El Misterio de Iniquidad, páginas 28-29).